Existen muchas dudas sobre la conveniencia de que la reforma a la justicia se tramite en el Congreso Nacional por la injerencia nociva de algunos sectores judiciales en la aprobación de los textos y especialmente en aquellos que propongan acabar con las funciones electorales de las altas Cortes.
Lo que ocurrió en el pasado reciente, cuando se aprobó una reforma que tuvo que hacer abortar el Gobierno por su rechazo por la opinión pública por la manera en que fue negociada y aprobada, aconsejaría no recurrir a esa vía y, en cambio, invitaría a pensar en trasladarle al pueblo el ejercicio de esa función trascendental mediante la expedición de una ley -como se prevé en el artículo 376 de la Constitución Política- , que autoriza al pueblo para que, en votación directa, “decida si convoca una Asamblea Constituyente, con la competencia, el período y la composición que la misma ley determine”.
Sin embargo, recurrir a esa vía con el antecedente del golpe de mano que se dio en 1991 contra el Congreso elegido por siete millones de votos en 1990, sin que hubiera recibido la Asamblea Constituyente de entonces mandato alguno del pueblo para dichos efectos-, puede que no sea bien visto por los parlamentarios, quienes no querrían exponerse al riesgo de ser también revocados por ese cuerpo aparentemente todopoderoso, el cual podría cometer actos de poder absolutos como el de no someterlos a control jurisdiccional.
Pese a esos riesgos y siempre que el Gobierno y las altas cortes no avalen arbitrariedades como las de la Constituyente de 1991, -como ocurrió con el Gobierno y el Consejo de Estado de entonces-, el escenario de una nueva constituyente podría ser propicio para discutir y aprobar una reforma a la justicia de la más profunda significación para nuestro estado de derecho, que la que podría salir del Congreso.
Puede ocurrir, sin embargo, que este Congreso demuestre independencia y carácter para aprobar un buen proyecto de reforma a la justicia y así recupere su prestigio, maltrecho con la expedición del acto legislativo de marras a través del cual permutó privilegios con las Altas Cortes.
¡Pero vaya sorpresa!, ese engendro que suponíamos sepultado definitivamente (el adverbio lo utilizó Luis Carlos López en su poema sobre el entierro de Casimiro, el campanero de la iglesia rural), al parecer sólo se encontraba en estado cataléptico, según diagnóstico del Consejo de Estado, porque habría quedado declarado muerto de manera irregular en sesiones extraordinarias del Congreso convocadas por el Gobierno cuando éste no podía matarlo de esa manera y en razón de que los ritos constitucionales no pueden soslayarse así aplauda la galería.
Pero, ¿acaso Colombia no es Macondo?
*Ex congresista, ex ministro, ex embajador.
TOMANDO NOTA
edmundolopezg@hotmail.com
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