Columna


Hambre calambre

SALVO BASILE

08 de agosto de 2018 12:00 AM

Cuando mi hijo Alessandro comenzó a descubrir la magia de las palabras, compuso este “calembour” profético: ‘hambre calambre’. ¿Por qué profético? Porque la primera vez en mi vida que comí algo solido fue a los 5 años, al final de la segunda guerra mundial, y calambre porque sí he padecido los calambres de la falta de alimentos. 

Nápoles fue destruida varias veces por ser objetivo de las fuerzas aliadas, siendo el puerto más importante del sur del Mediterráneo y bombardeada más de seiscientas veces para desterrar a nuestros nuevos enemigos, los alemanes, mientras nuestros nuevos amigos, los gringos, vomitaban toneladas de bombas sobre mi ciudad para abrirse camino en su avanzada hacia Berlín, ayudados por la heroica gaminería quien, a golpe de piedras y armas robadas o hechizas, echaron a los tudescos, en las heroicas Cuatro Jornadas de Nápoles.

No exagero cuando digo que comí por primera vez a los 5 años, era la guerra mundial y no había comida para nadie. Claro que lo que salvó mi desarrollo físico fue el haber ingerido el liquido de los generosos pechos de mi madre, que hasta los dos años me alimentó, y después sopas de raíces, sin sal ni aceite, con unos cuantos frijolitos y otros granos que le pagaban a mi madre, obstetra diplomada, que ayudó a nacer a centenares de niños entre las explosiones de las bombas americanas y alemanas en esta matanza que fue esta guerra inútil, comenzada por la demencia de Adolph Hitler y seguida por la manía de grandeza de Benito Mussolini.

Comimos lo que llegaba milagrosamente, hasta una oveja descarriada que mi padre, por pura hambre, logro arrastrar hasta la gruta donde estábamos refugiados. No conocí azúcar hasta los seis años de edad, ni galletas, ni chocolate, sufrimos física hambre por tres años enteros.

Es por eso, por experiencia personal, que quiero librar una guerra sin cuartel contra el hambre. No me mamo que en una ciudad espectacular como Cartagena, haya millares de seres humanos que sufren los calambres del hambre. Este debería ser un compromiso ciudadano, cada uno de nosotros debería apersonarse de este problema, que más que ser de los que sufren, debería ser de vergüenza ciudadana.

Cada vez que nos sentemos a una mesa deberíamos pensar en nuestros hermanos hambrientos y recordar uno de los preceptos de la Iglesia que nos indica el camino para cerrar la brecha entre las clases sociales y hacer algo para acabar con la violencia causada por la inseguridad alimentaria, la intolerancia y la violencia intrafamiliar, que es causada el mayoría de los casos por una situación invivible en un hogar donde el llanto de los niños desespera a unos padres impotentes, que no pueden alimentar a sus crías: “Dar de comer al hambriento”.

 

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