Columna


Hablar con un muerto

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

25 de abril de 2018 12:00 AM

Últimamente, ya sea en los ecos de un colegio cercano o en algún evento público, cada vez que escucho el himno de Cartagena me parece oír el presagio de nuestra propia destrucción. “Suenen trompas en honor de la noble e ínclita ciudad”, dicen los primeros versos, y en mi imaginación las trompas no son sopladas por el júbilo sino por el horror, el mismo aire catastrófico que, supongo, también avivará las notas tristes de las trompetas del Apocalipsis. Todo como si al final el himno que hablaba de gestas de libertad se hubiera convertido en un discurso fúnebre, en una elegía para llorar el cadáver –ya podrido– de los actos heroicos.

Y cómo hiede ese muerto. Su carne descompuesta hace siglos todavía está en medio de las calles, adherida sin gracia en las leyendas de los monumentos y las arengas de los políticos. Cuando alguien jocosamente llama a esta ciudad con el sobrenombre de La Heroica, lo que está haciendo en realidad es invocar a un difunto. Sí, esta sociedad en apariencia tan católica y conservadora, se ha llenado la boca con el discursito de la Patria sin saber que al hacerlo estaba ejerciendo el sacrilegio de una sesión espiritista.

No voy a excluirme de aquel numeroso grupo de necrófilos. Como ellos, yo también he contactado a ese muerto. El marchito concepto de lo heroico, quiero decir. Hablé muchas veces con él tratando de sacarle provecho frente a multitudes y lectores, pero sólo obtuve gusanos, de esos que limpian los huesos, blancos y asquerosos que con el paso de los días se convierten en moscas y no en mariposas. Uno escucha que todos hablan de cambios sociales, renovaciones políticas e increíbles luchas por la dignidad del ciudadano, pero a la hora de la verdad, cuando llega el momento de las elecciones, una mayoría abismal vota por los de siempre, los responsables de que las trompas del himno de Cartagena no suenen por honor sino por luto.       

De modo que todas nuestras cantaletas republicanas, tanto las de corruptos como idealistas, se han transformado en conversaciones de ultratumba. Diálogos hipócritas. En mañanas en las que no amanezco decepcionado de los cartageneros, pienso que quizás todos esperamos el milagro de la resurrección. Como Jesús con el extinto Lázaro.

Tal vez, muy a pesar de nuestro vórtice de desilusión, guardamos en las profundidades del espíritu la esperanza del cambio, no ahora, sino algún día. Nos gana la terquedad en eso.

Por ello, aun con el cadáver insepulto de los actos heroicos, sigo creyéndome ese cuento, cantando en el espejo “La miseria humana”, de Lisandro Meza, en especial esos versos que dicen: “Me fui a buscar a los muertos por tener miedo a los vivos”.

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