Hace más de 400 años Shakespeare escribió una de sus obras magistrales: Bassanio, un pobre noble veneciano, venido a menos y quien desea cortejar a Porcia, una hermosa mujer, heredera de una inmensa fortuna. Para ello debía aparentar la opulencia de la que carecía. Por tal razón pide dinero a su amigo Antonio, un pobre rico cuya fortuna esta allende los mares, invertida en barcos. Antonio, dispuesto a ayudar a Bassanio, le pide prestado a un usurero judío llamado Shylock, a quien aborrece. La usura obliga a Shylock a darle los tres mil ducados a Antonio, un cristiano de quien solo ha recibido agravios y humillaciones. Shylock ve la oportunidad de vengarse por todos los vejámenes sufridos y le presta el dinero, pero antes le hace firmar un pagaré donde consta que si, llegado el día, no le devuelve su dinero tendrá que darle una libra de la propia carne de Antonio, de la parte del cuerpo que Shylock decida. La alocada permuta es menospreciada por Antonio y la acepta. Pero, la fortuna de Antonio naufraga con sus barcos y, al cumplirse el plazo convenido, Shylock exige el pago. Al no recibirlo, el usurero reclama la libra de carne de la parte del cuerpo más próxima al corazón de Antonio. Todo esto es llevado a un descarnado juicio.
Hubiera querido ver la hermosa escena de la pujante Venecia, centro mercantil del universo medieval, como marco de la dramática y cómica disputa entre dos mercaderes, por deudas y pagares, entretejida en fallidos deseos de dinero, venganza y cuitas de amor. No les menciono el final pues les recomiendo la obra de teatro o, al menos (que vergüenza), la película. De esto me acordé con las últimas lluvias decembrinas en las que Cartagena ha quedado inundada y desnudada: una empobrecida Venecia caribeña que ha desaprovechado sus naturales ventajas hidrográficas; un patrimonio histórico prestado que dilapidamos, destruimos o empeñamos con normas que incumplimos como si firmáramos un pagare sin pacto de retroventa; un paraíso turístico que se destruye en cada administración inane; un emporio industrial sin dueño ni ley en el que la construcción desordenada destruye lo poco que queda; una ciudad de apariencias, tan antigua, que su mayor riqueza son sus vejeces que no hemos sabido cuidar ni conservar; una ciudad que ha vivido a préstamo, sobregirada con el futuro, dejando para un mañana unas obligaciones ineludibles que la vida y la naturaleza nos están cobrando cada día con graves daños e intereses; una ciudad arrasada por mercachifles que la han hundido en un mar de lodo y podredumbre, exigiéndole al cartagenero continuar nadando en la miseria mientras ellos disfrutan de la libra de carne que nos quitan, ordeñan las arcas del erario, destruyen nuestro pasado, robándonos el presente y empeñando nuestro futuro en el marasmo de su ineptitud y corrupción.
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