Columna


El derecho a quejarse

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

26 de septiembre de 2018 12:00 AM

En Colombia hay una tesis que los funcionarios públicos y ciudadanos conformes con los proyectos políticos hegemónicos están empleando cada vez con más frecuencia: esa que dice que si usted va a criticar algo del Estado también está obligado a proponer una solución al problema que señala, de lo contrario mejor quédese callado.

Quienes creen en esta aciaga idea suelen esgrimir conceptos tan indeterminados como el de la “crítica constructiva” o apelan constantemente a eslóganes propios de la mercadotecnia tipo “si no eres parte de la solución, no seas parte del problema”.

Con este pensamiento los dueños del poder político y sus partidarios tratan de desprestigiar la indignación del ciudadano que sabe que las cosas andan mal pero que quizás no tiene la competencia para plantear una alternativa mejor. Así se aseguran, por ejemplo, que aquellas personas que no poseen tantos conocimientos sobre ingeniería hidráulica no puedan quejarse del pésimo sistema de alcantarillado que los afecta cada invierno, o que ignorantes en urbanismo no puedan lamentarse del trazado de las calles y las directrices del espacio público.

Estamos ante una forma disimulada de la censura donde presidentes, alcaldes, ministros o secretarios de despacho exigen, de maneras un tanto descaradas, que los ciudadanos inconformes les hagan su tarea de gobernar. 

¿Te molesta el caos vehicular de la ciudad pero no sabes cómo remediarlo? ¡Entonces cierra la boca! ¡Si no vas a decirle qué decisiones tomar a nuestro querido gobernante no mereces el berrinche! ¡Aporta! ¡Contribuye! ¡No polarices! ¡Deja de atravesar tantos palos en la rueda!

Esas y otras expresiones similares estimulan el silencio cómodo que muchos funcionarios necesitan para llevar a cabo una gestión pública corrupta y negligente. Si consideramos perversa la idea del ministro de Defensa para “regular” la protesta social, la tesis del “hablo si tengo propuestas, callo si sólo me voy a quejar” no debe parecernos menos siniestra.

El derecho a quejarnos es un atributo más de nuestra libertad de expresión y no debería ser estigmatizado en ningún debate sobre gobernabilidad. Quienes lo menosprecian se escudan en aquello de la “crítica constructiva”, sin intuir siquiera que no hay nada tan constructivo como la identificación de los problemas.

Los funcionarios públicos deberían sentirse agradecidos cuando alguien les comenta qué están haciendo mal, dónde están fallando sus políticas de desarrollo y cuáles han sido los impactos negativos de su gobierno. En un país al que le cuesta aceptar sus propios conflictos étnicos, políticos, económicos y religiosos, el exceso de diagnósticos no es un defecto sino una necesidad, un punto de partida para empezar a transformar.

“El derecho a quejarnos es un atributo más de nuestra libertad de expresión y no debería ser estigmatizado en ningún debate sobre gobernabilidad”.

*Escritor

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