Columna


¿Ciudadanos o clientes?

GRACIELA FRANCO MARTÍNEZ

24 de agosto de 2018 12:00 AM

Decimos que algo se corrompe cuando pierde su naturaleza, cuando se echa a perder o se descompone. La corrupción no es algo natural, pues justamente si algo se está corrompiendo es porque está perdiendo su naturaleza. La corrupción como fenómeno de las prácticas humanas se relaciona con la apropiación indebida, el abuso y la manipulación. Estas prácticas son deshumanizantes, porque en ellas los seres humanos son tratados como instrumentos para otros fines que apuntan, más que nada, al enriquecimiento de unos pocos.

Existen dos ideas sobre la corrupción que pueden ser imprecisas y, por ello, desvían la atención de su problema más grave, que hoy invade al país. Primero, que la corrupción es un fenómeno más frecuente en el sector público y que son más proclives a ésta los países excluidos del modelo dominante de desarrollo. Segundo, que los hechos de corrupción son un asunto exclusivo de la moral del individuo que incurre en estas prácticas. La politóloga mexicana Irma Sandoval sostiene que estas nociones dejan de lado la raíz del problema, que es lo que se ha llamado “corrupción estructural” y que trata, como su nombre lo indica, de la estructura misma de la organización política.

La corrupción estructural, sin embargo, no brota del Estado, sino justamente de las fronteras difuminadas del Estado, al borrarse los límites entre lo público y lo privado. Dicho de otro modo, se origina ahí donde el Estado deja de ser Estado, cuando desampara los derechos de sus ciudadanos y delega en empresas prestadoras de servicios. El Estado queda reducido al arbitraje y la supervisión, pero son empresas las que ofrecen la atención; empresas con interés privado que venden derechos a ciudadanos que quedan convertidos en meros clientes o usuarios. Además, no en cualquier cliente que puede decidir o no comprar, pues se puede prescindir de un automóvil o de unos determinados zapatos, pero no de la atención en salud ni del transporte público, por ejemplo. El ciudadano queda reducido, forzado a aceptar las condiciones de quienes convierten en productos de consumo los que son sus derechos.

En esta lógica el ejercicio democrático no tiene cabida. En medio de las dinámicas del mercado y el lucro, lo que estos prestadores de servicios suman en rentabilidad, finalmente lo restan en derechos ciudadanos. Enfrentar la corrupción implica principalmente impedir la descomposición del Estado y delimitar bien sus fronteras.
Un golpe más contundente a la corrupción sería el de garantizar que la seguridad física y alimentaria, la recreación, la previsión, la salud y la educación, no queden sometidas a ser mercancías que se venden al mejor postor.

Las opiniones aquí expresadas no comprometen a la UTB o a sus directivos.

“La corrupción estructural, sin embargo, no brota del Estado, sino justamente de las fronteras difuminadas del Estado, al borrarse los límites entre lo público y lo privado”.
 

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