Columna


Cantos ajenos II

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ PACHECO

04 de noviembre de 2017 12:00 AM

La semana pasada comenté sobre un campesino, quien dijo haber compuesto un paseo que fue incluido en la lista de los cien mejores vallenatos del siglo XX, aunque el crédito se lo llevó el juglar que lo dio a conocer.

“Eso es para que usted vea que uno tiene que apreciar lo suyo, sea bueno o malo”, me dijo cuando me contó su historia que luego publiqué en este diario, por supuesto, a manera de dato curioso, ya que las posibilidades de que se hiciera justicia eran muy remotas, a falta de pruebas contundentes.

El artículo generó discusiones entre quienes decían sospechar, desde años atrás, que esa canción no era del famoso juglar, dadas las innegables diferencias literarias y melódicas que se notaban al compararla con el resto de su repertorio.

Esto último me da pie para comentar que, si se tiene cierta curiosidad por la música, no es tan complicado detectar cuando una canción no encaja en el inventario de un compositor famoso, pues, más allá de su calidad, todo autor desarrolla un sello personal en sus temáticas, ritmos, melodías y hasta léxico.

Así se han conocido casos de famosos compositores cuyas obras suelen ser irregulares: no guardan la unidad ni el hilo conductor que debería enlazar una obra con la otra. Y casi siempre la causa de esa irregularidad es comprar canciones a autores desconocidos que difícilmente podrían encumbrarlas en la discografía.

Algunos de esos compositores sí tienen el suficiente talento para crear sus propias canciones, acumulan tanta imagen y poder económico que terminan ‘dándose el lujo’ de comprar, por un precio irrisorio, una canción que consideren excelente o que puede tener alta sintonía en los medios de comunicación.

Peor que eso: hay otros que nunca en su vida han escrito ni media estrofa, pero su palmarés suele ser extenso, dado que tienen un stand de reales compositores que les escriben canciones de acuerdo al tema, el ritmo y hasta el intérprete que necesiten.

Hubo un momento cuando compositores y músicos ya no se fiaban solo de su memoria para atesorar canciones, porque las grabadoras y los cassettes hacían furor por las zonas rurales de la Región Caribe.

Era así como un par de hermanos amantes de la música vallenata organizaban consuetudinarias parrandas en las que uno de ellos cantaba sus canciones y el otro las iba grabando, con el pretexto de que ese era el nuevo medio para darlas a conocer a las grandes casas disqueras. Solo que cuando se publicaban, la firma que aparecía en los discos era la del hermano grabador.

Muchos años después, el plagiario confesó en su lecho de muerte que todas esas canciones que lo hicieron famoso eran del hermano ingenuo, quien de todas maneras se quedó sin las ganancias, porque la parca le dio un zarpazo repentino.

 

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