Columna


Abelardo y Eloísa

CARMELO DUEÑAS CASTELL

04 de mayo de 2016 12:00 AM

Pedro Abelardo, o simplemente Abelardo, nació hace casi 1.000 años. Estudió en París gramática, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música. A través de la diatriba dialéctica y del silogismo superó a sus maestros, triunfó en la escuela de la catedral de Notre-Dame y dedico su vida entera a la enseñanza. Así, educó miles de discípulos, entre ellos un papa y cientos de cardenales y obispos.

En 1115, Fulberto, canónigo de la catedral de París, le confió la educación de su sobrina Eloísa a Abelardo. Según dicen, la atracción y seducción fueron inmediatas y reciprocas entre el genio y Eloísa, una sensible e inteligente adolescente. En secreto surgió un profundo y hermoso romance. La historia tiene diferentes versiones. Aparentemente Fulberto los descubrió y exigió el matrimonio para evitar la deshonra. Ellos querían casarse pero temían que la noticia de la boda perjudicara la exitosa carrera de Abelardo. En todo caso, Fulberto, furibundo, logró que algunos servidores suyos castraran a Abelardo.

La justicia castigó con mutilación y ceguera a los culpables materiales y desterró a Fulberto. Abelardo se escondió humillado en Saint-Denis mientras que Eloísa se hizo monja. Pasaron años antes de que Abelardo se recuperara del trauma y regresara a la academia. Fue filósofo, teólogo, poeta y monje. Además de su autobiografía, Historia de mis calamidades, escribió textos sobre lógica, teología y ética. Compuso en lengua romance numerosas canciones de amor, decenas de himnos y varios lamentos bíblicos.

Entre Abelardo y Eloísa surgió un intercambio epistolar que, junto con su frustrado amor y la trágica y dolorosa historia han motivado decenas de obras de arte, teatro, etc. A pesar de ser el máximo maestro de lógica de su tiempo, debió vagar errante y cada vez que intentó rehacer su vida, como maestro o como monje, las envidiosas intrigas se lo impidieron y, finalmente, las acusaciones en su contra hicieron que el papa lo condenara como hereje y lo castigara con el silencio perpetuo como docente. Solo después de muertos Abelardo y Eloísa lograron estar juntos y, desde hace casi 200 años, descansan en la misma tumba en el cementerio parisino de Père-Lachaise.

Lo anterior nos recuerda que los cartageneros, igual que Abelardo, no sabemos lo que más nos conviene, no defendemos lo nuestro y por eso nuestros dirigentes nos hacen lo mismo que le hizo Fulberto a Abelardo. A diferencia de Abelardo y de los perros del conocido refrán, a nosotros nos lo hacen una y otra vez, en cada elección, en cada obra inconclusa, en cada túnel defectuoso o en cada puente ineficiente. Al igual que Eloísa, Cartagena oculta su belleza en semejantes despropósitos condenada a lograr en otra vida lo que no ha podido tener en esta: un gobierno donde, de verdad, primero esté la gente.

*Profesor Universidad de Cartagena

crdc2001@gmail.com
 

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