Cuando se repasan los momentos de la vida colombiana, es frecuente encontrar que algo virtuoso que enriquecía y alegraba la esperanza, se había perdido. Esos vacíos cuya explicación permitiría recuperar rumbos, quedaban sumidos en una especie de huecos negros, sin huellas ni señales de desaparición.
Entre esos abismos acudió al recuerdo uno que parecía servir para responder a los desesperos oficiales por los escasos índices de lectura y las apelaciones a los poetas y sus poemas como recursos contra la violencia, el odio, la maldad. Se pretendía de ellos un conjuro que atraería los espíritus a la paz y la reconciliación. Un canto contra las guerras.
Pero publicar libros de poesía continúa siendo hazaña, cuando no imposibilidad. La frase irónica de don Ernesto Sábato mantiene su sonrisa desconsolada. Los editores de poesía, como los banqueros, piden al necesitado demostrar que tiene dinero para poder prestarle dinero.
Hace tiempos, en Cartagena y otras ciudades había puestos de revistas y libros, artesanales, cubiertos con pedazos de plástico cuando llovía. Los solían poner en los parques y cerca de los paraderos de buses. En sus armazones de madera de pino de maquinarias llegadas al puerto, mostraban novelas de amor, revistas de educación sexual, cancioneros, figurines, los títulos del divino Vargas Vila, relatos policíacos, los periódicos del día, locales y de la capital.
El puesto junto al paradero, entre la Matuna y el parque del Centenario, lo atendía un hombre gordo, amanerado, con chanclas de caucho, y era oriundo de la zona cafetera. El paisa, le decíamos. Acompañaba su estante largo de tres bancos rústicos. Allí se sentaban quienes alquilaban revistas, y los cómic los estudiantes y los celadores que cambiaban de turno.
Entre la variedad de dramas románticos y el escándalo de autores prohibidos, se encontraba de cuando en cuando, El Túnel de Sábato, La Caída de Camus, algo de Papini. Pero nunca faltaron los cuadernillos de poesía. Alargados y de cubierta dúctil, facilitaban llevarlos en algún bolsillo. Era una colección escogida por alguien que firmaba Simón Latino. Debía ser un lector de poesía. Allí estaban de Greiff, Luis Carlos López, César Vallejo, García Lorca, Silva, Barba Jacob, Nicolás Guillén, Pales Matos.
En las filas del bus, sí, hubo filas, las mujeres adelante, sí, la gente abría su cuadernillo, movía los labios. Mejoraban los piropos. Era cálido el enamoramiento.
¿Qué pasó?
*Escritor
reburgosc@gmail.com
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