José Saramago era un inmenso escritor pero a su vez, un extraordinario ser humano.
En Las pequeñas memorias, que solo abarca sus catorce años, nos revela el germen de su sensibilidad junto a sus abuelos iletrados, sembradores de árboles y criadores de cerdo. La escena que puede definir su alma es aquel instante en que entró al cuarto de sus abuelos y los vio consolando a un cerdito resfriado en el invierno, al que tenían arropado con la misma manta de ellos. La otra escena, es la de su abuelo despidiéndose de sus árboles, poco antes de morir.
Tuve el inmenso privilegio de conocer al escritor y Premio Nobel de Literatura José Saramago, a su paso por Cartagena en 2007, escuchar su conferencia, y luego, verlo en el hotel donde se hospedaba con su esposa.
Leer sus novelas El ensayo de la ceguera, El evangelio según Jesucristo, Cuento de la isla desconocida, La caverna, entre otros, nos llevan al universo de las grandes revelaciones del ser humano frente al mundo.
Su sabiduría, su sensibilidad y su pensamiento son siempre una caja de sorpresas, más allá de su muerte, ocurrida el 18 de junio de 2010.
Una de sus sentencias iluminadoras tienen que ver con el ser humano contemporáneo.
Para Saramago: “Las tres enfermedades del hombre actual son la incomunicación, la revolución tecnológica y su vida centrada en su triunfo personal”.
No temía a la muerte.
Sabía que ella es como bien lo dice mi amigo Ludovico, un cambio de ropaje, porque la muerte no existe. Solo la vida cambia de forma. Pero prevalece el espíritu. Y Saramago que no era creyente, sentía que Dios era el inmenso misterio del universo. Decía que no necesitaba de Dios, porque se sentía bueno de cía y d e noche, era honesto integralmente. Y la vida de alguna manera, era la prueba más contundente de de ese misterio divino.
“Nuestra única defensa contra la muerte es el amor”, decía Saramago.
“Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay.
Dios quiso lo que hizo e hizo lo que quiso”.
Antes de irse de Cartagena, le regalé a Saramago, semillas de un bosque aún por sembrar.
Sé que él las sembró en su isla de Lanzarote. Y aún siguen floreciendo.
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