Cultural


Gabo en la casa enorme de su infancia

GUSTAVO TATIS GUERRA

27 de abril de 2014 08:43 PM

El delirio del banano aún no había sido arrasado por las violencias secretas y públicas, dentro y fuera de los campamentos de la United Fruit Company.  La oleada de inmigrantes europeos y árabes no cesó de llegar a Aracataca, incluso más allá del ocaso de la primera guerra mundial, trastornados por el delirio de otro dorado mítico bajo la sombra de los plátanos. Una verdadera hojarasca, solía decir la abuela Tranquilina Iguarán.

Algunos de ellos, como el italiano Antonio Daconte instaló una sábana blanca bajo el techo de estrellas y exhibió por primera vez en el pueblo las primeras películas mudas.  No sólo el cine: el espíritu aventurero de Daconte cambió la vieja rutina de la compañía bananera  fundada en Boston e instaurada en el Magdalena en 1901. Además del cine, trajo los primeros gramófonos, receptores de radio, el billar y las bicicletas de alquiler.

Todavía en las noches de marzo quedaba el antiguo esplendor de Aracataca, fundado en 1885, con sus 336 hectáreas de plantaciones de plátano, sus trenes amarillos, su río apagado con sus piedras enormes como si algún animal prehistórico los hubiera dejado a la deriva del tiempo. Aún por las calles cruzaba un viejo magnate vestido como un explorador de lejanías, y alguna mujer en la medianoche salía dispuesta a bailar desnuda en el círculo de la cumbiamba con un mazo de billetes para encender el fuego de los tabacos. En una de esas casas viejas de madera que alguna vez fuera la casa de algún forastero de la compañía, nació el domingo 6 de marzo de 1927, a las 8 y 30 de la mañana, el bebé Gabriel García Márquez, de 9 libras y media.

Todo parecía sigiloso, salvo el corazón sobresaltado del Coronel Nicolás Márquez, que  a esa hora estaba en la misa de ocho en Aracataca, y aún no se reponía de sus recuerdos más dolientes de la guerra de los Mil Días, ni de la contrariedad de los amores de su hija Luisa Santiaga con un telegrafista de Sucre, Gabriel Eligio García, que había cercado los ámbitos más sutiles de la casa con cartas de amor que enclavijaba sin pudor en los instantes del día y la noche, donde se encontrara, a sabiendas de que era un amor contrariado. Nadie quería aceptar a aquel caballero enamorado que tocaba el violín, escribía versos de amor, y  había adoptado el apellido de su madre Argemira García y no el de su padre Gabriel Martínez Garrido, y además de telegrafista, había suspendido sus estudios de medicina en la Universidad de Cartagena, y en las noches más solas tocaba un violín para espantar el miedo a la muerte. Resolvió el Coronel Nicolás Márquez enviar a Luisa con  su propia madre, Tranquilina Iguarán, al desierto de la Guajira, la tierra de los suyos, en donde también los sorprendió la lluvia obstinada de los telegramas de amor que no dejaban de llegar enviadas en Código Morse, con tanta obstinación y arrebato lírico, que al Coronel no le quedó otra alternativa que permitir la boda. Fue una de sus guerras perdidas. Gabriel García Márquez estuvo a punto de nacer en la Guajira,  y no en Aracataca, la aldea con nombre chimila que significa Ara(Río), Cataca (Cacique o tribu), en suma, el río del cacique y la tribu.

Hubiera nacido en la Guajira, si el Coronel Márquez no llama a su propia hija para pedirle que el niño naciera en Aracataca. Tenía ocho meses de gestación y regresó a Aracataca en febrero de 1927.  Pero ganó otra batalla secreta al dejar al niño al cuidado de sus abuelos, en medio de un cortejo de mujeres insólitas y sobrenaturales, como doña Tranquilina, para quien los límites entre la vida y la muerte, los imponía la razón y el corazón.  Estuvo a punto de llamarse  Olegario que era el nombre del santo de ese día de lluvia y no Gabriel José como finalmente se llamó para siempre.  Todos olvidaron un tercer nombre sugerido en la novedad de su nacimiento: Gabriel José de la Concordia, en honor a los ánimos de conciliación entre las dos familias. La lluvia desatada de aquel dia borró en el horizonte, la sinuosidad de la sierra.

Su madre, Luisa Santiaga Márquez, lo recordaba como una criatura con una imaginación desbordante que sorprendía a los adultos por sus respuestas inesperadas. “Siempre he creído que toda su suerte reposa en esa letra bella y clara que tiene”, nos dijo ella en una entrevista que sostuvimos en su casa en 1992.   ‘’Yo llegué a pensar que iba a ser pintor”. Jugaba como todos los niños de Aracataca al béisbol y fútbol. Béisbol con bolitas de trapo. Y le gustaba sentarse a dibujar con los lápices que su abuelo le traía, a la mujer degollada cada noche por el mago Richardine.  Siendo muy niño vio a un degollado que iba en un burro. “Salí a la plaza a ver el decapitado. Vi el muñón del decapitado, vi sus zapatos de herradura, el coágulo, y en el hueco donde quería asomarme para ver qué había dentro, le habían puesto un trapo. Quedé defraudado. Pero lo asombroso no era que el hombre no llevara su cabeza, sino que seguía montado sobre el burro. A ese decapitado lo metí en Cien años de soledad”.

“Gabito como los demás niños del Montessori aprendió a leer por medio de sonidos”, contó Rosa Gergusson Gómez, la maestra que le enseñó a leer.  Lo recordaba de monaguillo en las misas del padre Angarita,  entre los veinticinco niños de tres y cuatro años que se inscribieron en el Kínder Montessori fundado por ella  en Aracataca. 

“A mí me tocó enseñarle a los hermanos de Gabito, a Luis Enrique, Margot, Aída y no recuerdo a cuál otro. Gabito entró al colegio poco más o menos de 4 o 5 años. El aprendió con base en el método que fue inventado por la doctora extranjera María Montessori, que escribió cuatro libros. Esos libros que yo los tenía se perdieron en los archivos de Aracataca. El método tiene por objeto que el niño aprenda libremente y que escoja lo que quiere hacer. Uno corrige sin advertir que él está en un error, sin decirle que eso está mal. Uno no les enseñaba el nombre de la letra sino el sonido. Se repasan las letras abultadas en alto-relieve en papel de lija para que el niño distinga la forma de la letra y la aprenda a escribir”.

 

Gabo la recordaba  como “una muchacha bella y sabia que no pretendía saber más de lo que podía, y era además tan joven que con el tiempo ha terminado por ser menor que yo. Fue ella quien nos leía en clase los primeros poemas que me pudrieron el seso para siempre”.

La muerte y la tragedia,  el amor y la guerra,  fueron una constante en toda su obra: La muerte señaló el rumbo de sus primeros cuentos.  Siendo muy niño vio a su tía Francisca Simonosea tejiendo una mortaja. El niño vio la aguja suspendida en el aire como si cada puntada tuviera que ver con sus pensamientos, y preguntó qué estaba haciendo. Ella le dijo: “Una mortaja”. El niño preguntó para qué. Y la tía respondió: “Porque me voy a morir”. Cuenta García Márquez que cuando la tía terminó la mortaja, se acostó y se murió.

A sus cuatro años, cuenta el mismo García Márquez, conoció a un refugiado de la primera guerra mundial que llegó a Aracataca, y al que todo el mundo llamaba Don Emilio o el Belga, que más de medio siglo después se convertiría en el personaje efímero e inolvidable de El amor en los tiempos del cólera, Jeremiah de Saint-Amour:  Tenía una soledad atormentada  bajo la única compañia de un perro danés, una cámara fotográfica y  un tablero de ajedrez.  El niño que recuerda ese instante privilegia (y esto es una actitud constante en la memoria prodigiosa de García Márquez), lo trágico en la existencia de ese ser humano. Una memoria que el escritor reconstruye con sus sentidos agudizados, incluso, con el olor de la memoria:
"Mi abuelo me lo presentó con su modo natural de tratar a los niños como adultos. Él me saludó con una mano que apretaba como una llave de tuerca, y no volvió a mirarme por el resto de su vida. Me llamó la atención su pellejo pegado al hueso, del mismo color amarillo solar del cabello y con un mechón que le caía en la cara y le estorbaba para hablar. Siempre chupaba una cachimba de lobo de mar que sólo encendía para el ajedrez, y mi abuelo decía que era una trampa para ahumar al adversario. Tenía un ojo de vidrio desorbitado que parecía más pendiente del interlocutor que el ojo sano. Estaba inválido desde la cintura, encorvado hacia adelante y torcido hacia su izquierda, pero navegaba como un pescado por entre los escollos de sus talleres, más colgado que sostenido en las muletas de palo. Nunca le oí hablar de sus navegaciones, que al parecer eran muchas e intrépidas. La única pasión que se le conocía fuera de su casa era la del cine, y no faltaba a ninguna película de cualquier clase los fines de semana. No supe cuándo había llegado a Aracataca. La primera guerra mundial era una referencia frecuente de su pasado, y en ella se suponía el origen de su desgracia…
Una noche lo vi tan desvalido que me asaltó el presagio de que iba a morirse muy pronto, y sentí lástima por él. Pero con el tiempo llegó a pensar tanto las jugadas que terminé queriendo de todo corazón que se muriera.  Él mismo le salió adelante a mi mal deseo con una pócima de cianuro de oro -que compartió con su perro- después de ver Sin novedad en el frente, la película de Louis Milestone sobre la novela de Erich María Remarque”.

Ese desierto de antiguas premoniciones en el labio de las mujeres, ese sentido natural de la magia en los hombros de las mujeres, esa soledad  descomunal del abuelo haciendo y deshaciendo pescaditos de oro para ahuyentar el recuerdo de la guerra, moldearon para siempre el espíritu y el alma de García Márquez.  Esos primeros años al lado de ese abuelo que lo llevó a conocer el hielo y el circo, en Aracataca, fueron definitivos, hasta el punto que es la imagen genesíaca de Cien años de soledad. Fueron tan sólo ocho años en que convivió con su abuelo Nicolás Ricardo Márquez Mejía, hasta su muerte.

“Mi abuelo me llevaba a todas partes y tenía la manía de contarnos todo. Mi abuelo era platero, orfebre. Tenía un laboratorio, con su fuelle, sus morteros, su atanor. Yo estaba a su lado, y él me iba enseñando todo el laboratorio. La primera vez que vi al abuelo dorar los metales, me pareció mágico”.

Vivió bajo el influjo de ese abuelo coronel, enérgico y memorioso, amoroso y carnal, troglodita y fornicador, que una mañana mientras miraba pasar unos caballos blancos desde la ventana de su taller de platería, perdió uno de su ojos, a consecuencia de un glaucoma. Era según  su nieto favorito, “el comilón más voraz que recuerde y el fornicador más desaforado’’. De ese abuelo heredó la obsesión por la exactitud en el recuerdo, la obsesión por la puntualidad, el sentido voraz de la realidad. Y por el lado de su abuela y sus tías, la virtud de lo sobrenatural. De esa relación con lo mágico y lo maravilloso, tan común y corriente, entre los seres nacidos en el Caribe, se nutrió la imaginación del escritor. La abuela materna, era según García Márquez, “el sabio más lúcido que conocí jamás en la ciencia de los presagios. Era una católica de las de antes, de modo que repudiaba como artificios de malas artes todo lo que pretendiera ser adivinación metódica del porvenir. Así fueran las barajas, las líneas de la mano o la evocación de los espíritus”. Cuenta García Márquez que una vez encontró el número 09 en unas migajas de harina.

Los libros fueron su devoción.  Los primeros cuentos que escuchó Gabo siendo niño no fueron las epopeyas de la Historia Sagrada, sino la historia de los forasteros que llegaban a la estación de Aracataca, los acordeoneros que tocaban en la plaza un paseo con esos acordeones de contrabando que venían de Alemania a los puertos del Caribe, y en cuyos fuelles resonaba una música triste, desconsolada, que al niño García Márquez, le pareció cómo si ellos mismos se les arrugara el corazón. De esa presencia torrencial de voces y augurios, el niño escuchó las historias prodigiosas de la tradición oral del Caribe, alimentadas de la sabiduría indígena, la nostalgia doliente de África y el desarraigo europeo. El primer cuento que él recuerda técnicamente hablando, es Genoveva de Bramante, en los labios de una mujer venezolana que les contaba a los niños las proezas de la literatura universal como si fueran cuentos infantiles. Se trataba de La Odisea, Orlando Furioso, El Quijote, El Conde Montecristo, y algunas escenas sobrenaturales de La Biblia, cuyo acento  profético encantaron al niño García Márquez. De aquel libro descosido que había encontrado en la casa, de cuyo nombre sólo vino a saber después que se trataba de las Mil y una noches, leyó la historia que más le hechizó: la de un pescador  que promete a su vecina un pescado a cambio de que le regale el plomo para hacer la atarraya, y cuando la mujer está abriendo el pescado descubre que dentro de él hay un diamante del tamaño de una almendra. Y otra historia que siempre lo deslumbró: la de la mujer que comía sólo granitos de arroz, pinchándolos con un alfiler, hasta que su marido descubre que su mujer se perdía  de la casa a comer muertos en el cementerio.  

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