Cultural


Coetzee conmueve

Sus palabras son como un cuchillo que corta la transparencia del agua.

Nada de lo que diga o escriba seguirá siendo igual, si tenemos el privilegio de leer o escuchar a al Premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee, de 77 años, ser iluminado en la  Filbo 2017. 

Detrás de sus ojos verdes, su cabello de acero brillante y su mirada melancólica, hay un ser de pocas palabras, muy serio, en cuya frente, laten pensamientos de una singularidad inquietante.

A Coetzee hay que leerlo todo. Hace cuatro años vino a Bogotá y recorrió en bicicleta, la séptima, desde la calle 24 hasta la Plaza de Bolívar.

Y se deslumbró con el arte y la orfebrería ancestral del Museo del Oro. Esta vez, como invitado de la Filbo 2017, trajo una novela “Los días de Jesús en la escuela”, y una ponencia que dejó en vilo a los asistentes: “La celebración de los animales”, donde revela que no hay diferencia entre el holocausto hitleriano nazi y la condena a muerte que ejerce el ser humano a los animales.

La sutileza de su mirada humanista nos lleva a pensar qué pasaría si alguien se le ocurriera construir un matadero de vidrio en el corazón de la ciudad, para que la gente vea como se sacrifican a los pollos, cerdos o corderos.

“Ninguna autoridad tolerará que haya ríos de sangre en su ciudad”, dice Coetzee. Nadie quiere recordar cómo llega su comida a su mesa, y mucho menos, nadie quiere ver la sangre del cerdo degollado, y la sangre que sale a chorros.

La sangre es sucia y pegajosa y atrae las moscas, dice con un humor visceral Coetzee. Su mirada se detiene en un punto del matadero africano, en donde hay piedras oscuras de sangre de cabras, ovejas y aves. Mira al muchacho que lleva a su cabra al mercado.

Aún la cabra no sabe qué va rumbo a la muerte. El muchacho lo lleva al matadero, en donde el matador le sujeta las patas. Y lo degüella en segundos. La cabra convulsiona y la sangre borbotea.

Luego, lo cuelga de un gancho metálico, le corta la cabeza, y en un balde de metal tira las vísceras. La cabra tiene los ojos abiertos  y vidriosos.  La cabeza será hervida.  Los huesos lanzados a los perros. Los  restos físicos, se venderán a 900 francos o 5 dólares.

Nadie recordará la cabra. Solo él. El muchacho jamás pedirá perdón por lo que hizo. Jamás pensará que los últimos momentos del animal fueron de dolor y terror. Creerá según el trato inmemorial, que los seres humanos no somos animales, y pensará como Descartes que el sufrimiento es algo superior y reservado a los seres humanos, pero no a los animales.

Descartes clavará su bisturí a un conejo y verá el corazón latiente del animal, solo para descubrir el bombeo de la sangre. Martin Heidegger pensará  que una garrapata tiene un mundo muy pobre y limitado porque actúa según los estímulos: lo atrae el olor en el aire,  mientras espera una fuente de sangre. “El animal actúa o se comporta en un ambiente, pero no en un mundo”, dice Heidegger.

La gran pregunta
¿Qué extinguirá a la humanidad sino las creaciones de la mente y la razón, que no tienen las cucarachas y las hormigas?

La verdad científica a lo largo de la humanidad era la que importaba, pero ya no. Coetzee se pregunta por qué los seres humanos siguen creyendo que son más importantes que cualquier animal. El ser humano busca saciar sus apetitos animales, para luego,  volver a sus vidas racionales. Coettze es un humanista. Un provocador que se pregunta: ¿Qué misericordia merecemos los humanos? Coetzee vino a celebrar a los animales. 

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