Editorial


La legitimidad democrática

Los acontecimientos de Honduras ponen nuevamente en entredicho la democracia en América Latina, no sólo por la razón obvia y aparente de que a un presidente elegido popularmente se le sacó del poder utilizando la fuerza, sino porque en medio de las grandilocuentes manifestaciones de rechazo de muchos gobiernos se esconde una doble moral. Manuel Zelaya fue electo Presidente de Honduras a nombre de un partido de derecha, fue modificando su ideología hasta convertirse en un beligerante líder de izquierda, y estableció lazos fuertes con sus colegas de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua. A unos meses de terminar su mandato, Zelaya debió pensar que si Chávez y Correa se hicieron reelegir, por qué no habría de hacerlo también él, aunque el artículo 374 de la Constitución de Honduras establezca que no podrán reformarse los artículos constitucionales que se refieran, entre otros principios, a “la prohibición para ser nuevamente Presidente de la República” que tiene el ciudadano que haya desempeñado el cargo. Zelaya decidió convocar a la opinión pública a una consulta sobre la reelección, que fue rechazada por la Corte Suprema de Justicia, por el Congreso, por el Tribunal Supremo Electoral, por la Procuraduría y la Fiscalía, recordando el artículo mencionado, pero el Presidente intentó eludir esta prohibición, argumentando que no era una consulta, sino una encuesta, cuyo único fin era conocer la opinión de la gente sobre la convocatoria a un referendo cuyo tema sería la reelección. También la Constitución le da exclusivamente al Congreso la facultad de reformarla, de manera que en términos rigurosamente institucionales, Zelaya no podía realizar esta consulta. Pero insistió, e incluso destituyó al máximo jefe de las Fuerzas Militares, por negarse a distribuir urnas y material de votación, lo que dio origen a la crisis y al enfrentamiento de poderes. Sin embargo, en lugar de seguir los procedimientos legales para enjuiciar y eventualmente destituir al Presidente, se cometió una torpeza de grandes dimensiones, que convirtió a quien intentaba pasar por encima de la Constitución en una víctima, y a quienes intentaron defenderla en violadores y enemigos de la democracia. Lo inaceptable en este debate es que otros presidentes que han cerrado medios de comunicación e impedido a la fuerza que cumplan su función, condenen la suspensión de emisoras de radio y televisión en Honduras; y atribuyan la crisis a un “golpe de Estado troglodita”, anacrónico y desfasado de la historia, impulsado por el “imperio norteamericano” y la “burguesía hondureña”, un epíteto que usaba la izquierda de los años 70. La salida ideal sería que Zelaya regrese a Honduras como Presidente, que el Congreso y la Corte Suprema lo enjuicien, y si se prueba su “traición”, lo destituyan tras un proceso con todas las garantías.

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