Editorial


Estigmatización que mata

La población civil colombiana ha estado en medio de la balacera de los grupos armados ilegales, y de éstos contra las fuerzas legítimas del país, durante demasiados años. Todos dicen obrar en nombre de los ciudadanos, especialmente de los de a pie, pero los únicos con legitimidad para dicha representación son las Fuerzas Armadas de Colombia. Cuando comenzó el periodo llamado “La Violencia”, ocasionado por el asesinato del líder liberal, Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948, liberales y conservadores comenzaron a matarse unos a otros, nada más por estar en el partido contrario. Las personas mayores del país recordarán que en el interior, donde la violencia fue mucho más radical y sanguinaria, había pueblos enteros pintados de azul o de rojo, según su partido, y entrar en cualquiera de ellos siendo del bando contrario equivalía a una muerte inmediata. No había convicción política, sino un fanatismo salido de madre. Ambos lados desarrollaron formas de crueldad inenarrables, precursoras de las motosierras de esta época. Entonces se hablaba del “corte de franela”, del de “corbata”, además de otras formas terribles de mutilar al contrario, incluyendo a mujeres embarazadas. No se respetaba nada ni a nadie. De esa matriz retorcida y cruel nacieron las Farc, y algunos otros grupos guerrilleros también tuvieron su simiente en ese conflicto sangriento entre liberales y conservadores. Y por supuesto, los desmanes de las autodefensas se pueden rastrear hasta esa época terrible, que engendró la violencia más reciente, aún vivita y coleando, nutrida por el narcotráfico. Con motivo del proceso de Justicia, Paz y Reparación, instaurado por el gobierno de Álvaro Uribe, han salido a flote no solo detalles de masacres y asesinatos selectivos de esta época reciente, sino la desazón terrible que sienten los habitantes de algunos pueblos y veredas por haber sido señalados como guerrilleros o autodefensas, sólo porque algún líder de uno u otro bando naciera allí, o porque cualquier grupo le impusiera su voluntad a sangre y fuego a cualquier colectividad. La estigmatización de los Montes de María, por ejemplo, fue generalizada. Sus habitantes recuerdan con amargura que el área estaba designada como “zona roja”, y así aparecía en algunos mapas, para indicar el poderío de las Farc, Eln, Prt, y de otros grupos guerrilleros que los dominaban. Años más tarde, pasó algo similar con los grupos de autodefensa, y entonces algunas áreas eran “paracas”. Además de las tragedias colectivas y miedos personales con los que la gente tiene que vivir luego de sobrevivir masacres, huir hacia otros lares inhóspitos, apenas con la ropa que llevaba puesta, queda la estigmatización, una muralla casi infranqueable que le cerraba –y a veces cierra todavía- las puertas en las narices a los desplazados tan pronto como mencionaban sus lugares de origen. La violencia y la intolerancia son antivalores arraigados en la psiquis colombiana, y desterrarlos tiene que ser una prioridad nacional. Buena parte de este esfuerzo le corresponde a los privilegiados que estuvieron a salvo de las orgías de violencia que consumieron regiones enteras del país.

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