En enero de 2002, el politólogo Eduardo Pizarro Leongómez escribió sobre la atomización de los partidos políticos en Colombia. Decía que el bipartidismo de liberales y conservadores fue uno de los sistemas más antiguos en América Latina hasta hace dos décadas, y el más institucionalizado del Continente. Lamentaba que aquí hubiera un colapso como en Perú y Venezuela, convirtiendo a los partidos en pequeños movimientos caudillistas y en microempresas electorales. En 1994 se aprobó la Ley de Partidos para recuperar la fortaleza partidista, golpeada por las coaliciones electorales, pero casi de inmediato se habló de una nueva reforma política, e instalaron comisiones especiales para proponerla. El suprapartidismo se convirtió muy pronto en caudillismo, fortalecido con los dos períodos del presidente Uribe. En vez de consolidarse los partidos, se impuso un sistema multipartidista indefinido y confuso, que fortaleció el clientelismo tradicional y la fragmentación política. Con la Ley 974 de 2005, que reglamentó las bancadas en el Congreso y otras corporaciones públicas, quiso corregirse el desvío, pero nada cambió. Siguieron sin propuestas ni plataformas ideológicas decenas de movimientos, mientras los dos partidos tradicionales intentaban consolidar su estructura debido a la pérdida de un gran caudal electoral. Hasta poco después de las elecciones del 14 de marzo, dirigentes políticos reconocidos clamaban por la recuperación de los partidos, su renacimiento ideológico y papel conductor del desarrollo. Es incomprensible la polémica por una resolución de la dirección del Partido Conservador, recordándoles a sus parlamentarios actuantes y electos, y a los altos funcionarios de la colectividad, que tienen que acatar las decisiones de las mayorías y apoyar a Noemí Sanín. De no hacerlo, se someterán a la disciplina de sus estatutos, incluyendo perder su curul, o la expulsión de los parlamentarios. Esta resolución habría que aplaudirla, porque la dirección conservadora demostró voluntad de recuperar la disciplina de partido para fortalecerse por encima de personalismos e intereses particulares. Carlos Rodado Noriega tiene derecho a ser jefe de debate en la campaña de Juan Manuel Santos, pero el Partido Conservador puede someterlo a un proceso disciplinario. Y el candidato perdedor de la consulta, si se considera conservador, debe acatar las reglas y trabajar en la campaña de Noemí Sanín, o renunciar al Partido. Los parlamentarios elegidos a nombre de ese partido están obligados a impulsar la campaña presidencial de su candidata, porque lo manda la ley y los estatutos internos. Sería nefasto repetir el cambio de bando penoso de aquellos parlamentarios de Cambio Radical que le dieron la victoria en las elecciones pasadas al Partido de la U, aprovechando estar dentro del plazo para hacerlo. Es malévolo tildar de antidemocrática e inconstitucional la instrucción de la dirección conservadora, porque no impide que los ciudadanos voten por quien quieran, sino que hace cumplir la ley y sus normas internas, como se espera de un buen colombiano. Los demás partidos deberían implementar igual disciplina para comenzar a pasar de la politiquería a la política.
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