Avenida Broadway

Nueva York (1) La manzana podrida


 

Nueva York,

paisaje de acero;

no sé si te odio,

no sé si te quiero”

(Willie Colón-Nueva York)

 

La avenida Broadway de Nueva York parece una lengua de concreto que salta desde lo más profundo del planeta hasta perderse en el alma de los seres que sobre ella caminan.

A las nueve de la noche, esa profundidad, desde donde la avenida surge sin detenerse, se nota oscura; o más bien penumbrosa, con unos colores de turbación que sólo logran romper las luces de los taxis y los camiones que a cualquier hora trafican como si fueran las 12 del mediodía.

En la calle 75 esquina, la joven portera de un bar de vidrios oscuros y luces de color rojo me aclara que estamos en el distrito de Manhattan, “porque en el de Brooklyn también hay una avenida Broadway, pero la que más se conoce en el mundo es esta. Es famosa por los teatros y por los grandes centros comerciales”, anota la chica, señalando hacia una de las estaciones del metro en donde la ebullición humana parece estar en su punto más alto.

Le digo (animado por el español trabajoso que le escucho) que ambas palabras, Broadway y Manhattan, ya no me resultan tan extrañas, dado que las vengo escuchando en las voces añejas de cantantes salseros como Henry Fiol, quien dijo en uno de sus pregones que “yo nací en Nueva York/ en el conda’o de Manhattan/ donde perro como perro/y por un peso te matan/”.

La portera sonríe sin restricciones cuando trato de recordarle la Charanga Broadway de los hermanos Zervigón. “Pero esos tipos como que grabaron hace siglos, porque yo no los conozco. Nunca los he oído,” me dice sin desarticular la sonrisa que a fin de cuentas se me antoja burlona ante la evidente distancia generacional que media entre nosotros.

El rostro y la sonrisa de la joven se parecen a la avenida. Las dos comparten la misma dureza, la misma presencia impasible e indiferente de la gente que pasa por el bar mirando su camino y sin reparar en el resto del mundo.

De repente recuerdo que cinco horas atrás, a las cuatro de la tarde, el escaso sol que insiste en alumbrar Nueva York aún desnudaba la tristeza de los árboles sembrados en el separador de la avenida. Sus hojas y tallos todavía resisten un color indefinible que procede más de los exhostos que de la tierra en donde penan su existencia vertical.

A esa misma hora, dos oficiales de la Policía de Manhattan trataban de ayudar a un anciano gordo y vestido con buen gusto, quien perdió el equilibrio al tratar de cruzar la avenida y cayó aparatosamente cerca de un depósito de basura, en el preciso momento en que un grupo de músicos jazzistas arrancó a interpretar una pieza en la esquina siguiente.

Al parecer, el anciano llevaba varios minutos tendido en el suelo, sin que los exiguos espectadores del grupo musical se hubieran inmutado ante el percance. Cada cual parecía estar en lo suyo: los músicos esperando a que cayeran billetes sobre un estuche de guitarra, de color negro, que colocaron en la acera; y los espectadores, presenciando la magistral improvisación.

“!Money, money”, gritaba el ejecutor de la guitarra eléctrica, un negro alto y de trenzas largas que movía la cabeza de un lado a otro, afanado por ordenarle a una turista que dejara de tomarles fotos. Un japonés de poca estatura, el encargado de la trompeta, hizo un solo apasionado que amenazó con reventarle la cara, mientras una mujer silenciosa y de profundos ojos azules daba golpes veloces sobre el celuloide de la batería.

Los billetes de a dólar siguieron cayendo. Los músicos concluían una pieza e iniciaban otra, pero jamás pronunciaban palabras de agradecimiento. Ellos también se asemejaban a los muros de los edificios que se alzan a lado y lado de la avenida Broadway.

A las 9 de la noche, un restaurante chino que vende comidas de todas partes sigue abierto y emanando olores de carne guisada, mariscos o sopas de vegetales. El establecimiento (que a la entrada exhibe un aviso en donde dice Se habla español) permanece atiborrado desde las 8 de la mañana, con clientes, en su mayoría latinos recién llegados, quienes odian la comida chatarra que se vende en todas las esquinas del país.

Por culpa de los perros calientes, de las hamburguesas que saben a cartón mojado y de los pollos asados que nunca se desprenden del olor a sarna que adquieren en los congeladores, los norteamericanos tienen la obesidad como su gran problema de salud pública, datos que informan los noticieros televisivos y las páginas de salud de los cientos de periódicos que circulan por la nación.

Por consiguiente, la hipertensión, la diabetes y la artritis reinan en los organismos de jóvenes y adultos. Las imágenes televisivas no pueden ser más fieles. La realidad también: por ambas aceras de la avenida se ven hombres y mujeres a punto de reventar sus gorduras por los bordes de los pantalones y las costuras del calzado. Sus caras descoloridas y su difícil andar producen cierta angustia que suele confundirse con la nausea.

A las 9:30 de la noche, en la estación del metro, ríos de gentes bajan las escaleras hacia los túneles de concreto por donde se deslizan los trenes que acortan el camino hacia la zona de los grandes teatros. Adentro, en la barriga del tren, el miedo flota como una nube de moscas que advierte alguna tragedia. El ambiente es pesado. Sujetos mal encarados y de atuendos extravagantes aumentan el deseo de que el recorrido termine pronto.

En la zona de los teatros, la avenida Broadway cambia de aspecto: gigantescos avisos luminosos ocupan una cuadra, aunque, siendo verticales, ocupan hasta veinte pisos en cualesquiera de los edificios que concursan en la competencia de la publicidad más estrambótica.

Desde las puertas del Teatro Broadway se desprende una fila de espectadores que semanas atrás adquirió sus tiquetes y que casi le da la vuelta al bloque. Pero se mueve con cierta regularidad, mientras las limosinas abordadas por familias de negros millonarios se estacionan a lado y lado de la avenida. El teatro cierra sus puertas en cuanto ingresa el último de la fila.

A las 12 de la noche, un almacén deportivo que días atrás había anunciado que subastaría varias pertenencias del basquetbolista Earvin “Magic” Johnson, pide la ayuda de la estación policial más cercana, porque desde las 8 una nutrida fila de fanáticos de todas las edades pugna por romper las puertas de cristal.

A las 3 de la madrugada la fila sigue creciendo imparable, hasta que, por recomendación de los uniformados, los administradores del establecimiento deciden aplazar la subasta. En el acto, la hilera se rompe y los fanáticos comienzan a ingresar a las discotecas, mientras en las aceras de la avenida los ríos humanos trafican de sur a norte, como si apenas comenzara el día.

A las puertas del Teatro Broadway, donde acaba de concluir la ópera El color púrpura, un grupo de jóvenes en bicitaxis conduce a sus pasajeros hacia la estación del metro o las estaciones de taxis más cercanas.

A esa hora los trenes del subway continúan su marcha en las entrañas de la ciudad, pero los túneles por donde trafican se tornan más tenebrosos, sobre todo cuando crece el número de desarrapados que pide dinero a los pasajeros o que ejecuta alguna maroma, canta o toca cualquier cilindro de plástico para llamar la atención de los clientes del metro.

El tren que conduce hacia las cercanías de la calle 75, al otro lado de la avenida Broadway, se demora y el ambiente vuelve a ser denso. Se presiente una desgracia. Ninguna patrulla está cerca. El silencio y la dureza de la gente hace saltar los corazones como gatos fugitivos. Por fin, a lo lejos, el tren se anuncia con sus potentes luces y su sonido de sirena hecha lamentos.

Allá, en la calle 75, donde los árboles siguen huérfanos de un sol que de verdad les dé lustre a sus existencias, la joven de la cara de piedra continúa parada en la puerta del bar de vidrios negros y luces rojas. Un cuchillo igualmente recio le atraviesa el rostro; y es esa sonrisa de hielo que tal vez aprendió desde niña en las calles de esa manzana podrida que es Nueva York.

 

Enero de 2008


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