Andrés Landero, Rey de la cumbia.

No ven que Landero se va


El bus viajaba con la misma velocidad que acostumbran a utilizar en la ciudad todos los vehículos del transporte público urbano. Sólo que esta vez los escenarios que se veían corriendo en sentido contrario, a través de las ventanillas, eran las zonas semi rurales que el concreto se viene tragando desde hace años.

El bus no era intermunicipal. Era urbano. Sus entrañas también, pues el cansancio que se hacía sentir en las espaldas y en las nalgas dispares nos lo recordaba después de ciertos minutos de viaje, sobre todo cuando la maraña de voces se entrelazaba con hombres hablando en voz alta, mujeres disparando carcajadas y una incómoda apretazón de cuerpos que se fueron acomodando a medida que el automotor avanzaba entre los trancones vehiculares y los peajes.

—Vamos para donde Landero—, gritaba el chofer a los policías, tratando de no demorar el viaje con tantas explicaciones.

—Ya han pasado un poco de carros diciendo lo mismo —respondían los policías—. Pero no se preocupen que él los espera.

Al principio, nadie pareció caer en la cuenta, debido a que, de una u otra forma, el tema de conversación era Landero. De vez en cuando el viento arrastraba palabras como San Jacinto, Landero, Andrés, parranda, acordeón, Guerra...palabras que salían desde todas las direcciones y se esparcían en el estrecho ámbito de latas y maderas.

La voz de Mincho Romero, un viejo verseador, quien llevaba el brazo derecho guardado en una tela ortopédica que le colgaba del cuello, se elevaba sobre las demás cuando le comentaba a un muchacho, quien bien podía ser su nieto, “me acuerdo de una vez que Andrés demoró una semana parrandeando por allá por Paraíso, porque el mismo día que llegó conoció a una morena, ¡pero qué sipote de hembra! Y él, que pensaba tocar nada más dos días, se quedó una semana, para ver si se conseguía a la pelá. Pero nada. De ahí compuso la canción esa que dice: Lo que me ha pasado a mí/ eso a cualquiera le pasa/ hasta las abarcas perdí/ y no conseguí a la muchacha/.

Casi al final del bus, un viejo flaco y descolorido, pero enérgico, a juzgar por la fortaleza con que hablaba, venía recordando que, “una vez lo vi en las fiestas patronales de Cereté. Yo estaba en una cantina debajo de la corraleja, y él entró con dos muchachas, su cajero y su guacharaquero. Pero no se pusieron a tomar sino a tocar. Entonces llegó Alejo Durán, también con su conjunto. Enseguida se abrazaron. Como que eran muy buenos amigos. Landero le dijo a Durán: ‘oye, negro, ¿por qué no me tocas una piececita pa’ bailar con estas mujeres? Y Alejo le preguntó: ‘¿Y tú qué, no sabes tocá?’ Y Landero preguntó también: ‘!mierda, pero cómo voy a bailá y a tocá, oye!’ Entonces, Alejo le tocó dos canciones, se tomó una gaseosa, recogió sus instrumentos y dijo: ‘bueno, ahora te irá a tocá quién sabe quién, porque yo me voy’. Y gritó Landero: ‘mierda, negro, no seas tan puñetero, tócame otra pieza’. Pero Alejo se le fue muerto de la risa”.

El compositor Alberto Morales, el de la fiesta en Turbaco, quien cargaba un arreglo floral que se despedazaba solo, contaba, casi ahogando el ruido del motor del bus, algo sobre un sombrero que le regaló el maestro Andrés, el cual le había inspirado una canción que el mismo Landero grabaría. Entre tanto, otro pasajero le hacía la competencia cuando quedaban a la vista los paisajes entre San Cayetano y San Juan Nepomuceno: “por todos estos sitios estuvo Landero parrandeando. Uno de los músicos que andaban con él es amigo mío, y él me dice que conoció bastantes pueblos, porque a Landero todo el mundo lo buscaba. Aquí en San Juan parrandeó un poco de veces en las casas de los ricos. Por todas esas veredas tenía amigos que le regalaban buena comida, porque esas tierras sí producían. Y todavía producen, pero ahora nadie quiere caminar por ahí por la tanta matazón. Estos pueblos tan bonitos que son y se han vuelto peligrosos”.

Por alguna razón, las montañas recién lavadas por el rocío mañanero, los burros y los caballos amarrados en los horcones de las casas, las mujeres barriendo las puertas, las tiendas esquineras con mercancías colgando de los techos, el humo que se levantaba en columnas desde la planicie, todo en conjunto y quedando atrás, traía imágenes de Landero tocando el acordeón o improvisando alguna estrofa para sus compadres, como contaba Héctor Vásquez, un músico de Pasacaballos:

“A Landero siempre lo invité a mis cumpleaños. Él era quien amenizaba, y con eso no se necesitaba de más. Ahora pienso que mis amigos iban a mis cumpleaños no por mí, sino porque sabían que ahí estaba Landero, quien nunca se cansaba de parrandear. En uno de los últimos festejos fue cuando compuso el paseo ese que dice: Pasacaballos es la tierra/ yo sí lo puedo decir/ cuando Héctor Vásquez se muera/ no vuelvo más por aquí”.

“Eso de que Landero era fuerte para la parranda es verdad —dijo el cantante Edy Gutiérrez—. Yo me acuerdo que varias veces lo escuché diciendo, en sus cantos, que quería morir borracho”.

***

Y llegamos a San Jacinto. El bus se detuvo a un costado de la carretera Troncal de Occidente, haciendo frente con el restaurante La pava congona, en cuya terraza los viajeros vieron muchas veces a Landero desayunando o almorzando con cierta pasividad de abuelo resignado. Los vendedores, ignorando los motivos de la presencia de un bus cartagenero en San Jacinto, invadieron el carro con toda clase de ofrecimientos, mientras descendíamos hacia la tierra hirviente, que tampoco se escapó de las inspiraciones del maestro recién fallecido.

Una señora gorda dijo la última frase dentro del bus: “¡Carajo, tengo el culo dormido!”. Lo primero que leímos en tierra fue una invasión de carteles funerarios anunciando la muerte en la paz de Dios del señor Andrés Gregorio Guerra Landero, y las invitaciones de sus familiares y amigos a unos funerales que ya estaban marchando carretera abajo, acolitados por una multitud de pobladores y forasteros que surgían como hormigas desde todos los rincones.

Buses, camionetas, volquetas, motos, bicicletas y pequeños vehículos pretendieron seguir el sepelio por las estrechas calles, pero, al fin y al cabo, decidieron amontonarse a un lado, al igual que el bus del barrio 13 de Junio, que nos llevó a San Jacinto; y la aglomeración se hizo más gorda, coronándose con una salva de pañuelos blancos y paraguas multicolores, que querían trinar adioses con su lenguaje de dacrón y satín.

El calor penetraba como lluvia de candela sobre la exhibición de hamacas en los pequeños almacenes de la Carretera Troncal de Occidente; y los equipos de sonido, forrados en negro, parecían cantantes luctuosos que coincidían en las mismas frases y en los mismos acordes: “Una tarde en la montaña/ oí cantar al corcovao/ y vi tejiendo a la araña/ sus redes sobre dorao...”, y qué sonido tan lúgubre tenía el llamador, qué terribles y extrañas se oían las notas del acordeón, qué vaina tan rara no querer bailar una cumbia con la que todo mundo se emborrachaba cuando Landero la tocaba en su obligado repertorio.

El guapirreo de un muchacho, quien quizás ni había nacido cuando Landero ya andaba caminando sobre el mapa de Bolívar, también se escuchaba hiriente, como una puñalada en el costado; una cerca de brazos se estiró sobre un pretil, grabadoras en mano, para captar el homenaje de Ramoncito Vargas, Carmelo Torres, Cristóbal Fernández, Rodrigo Rodríguez y Devaloy Acuña. Cinco acordeones al unísono, muchas veces discordantes, pero entusiastas. Miles de versos con rimas apretadas, muchas intenciones amistosas, y los vecinos observando. Viejos, niños y jóvenes que se sabían de memoria la historia de la pava congona, la perdiz, la suíris, el juanpolo, la gallineta y el viento derrochando melodías entre los árboles.

Los estudiantes estaban alegres porque no hubo clases. Pero los uniformes con cuadros multicolores, camisetas blancas, sudaderas azules, zapatos tenis, zapatos de cuero bien lustrados y profesores sudando como caballos, coloreaban las orillas de las calles como un marco natural al precioso mosaico que los acordeonistas iban confeccionando en el avance de la procesión.

Cada vez que yo piso esta tierra/ Mingo, yo me acuerdo es de la mía/ Y en Flamenco me decía una negra/ Landero, no te vayas todavía, fue la segunda canción propuesta por Ramoncito y Carmelo, la cual vino a finalizar en la primera esquina de la plaza donde otra multitud se sumó a la que venía bajando desde la Troncal; entonces, la música cambió, precisa, cuando el féretro, casi invisible, perdiéndose, venía navegando sobre cabezas, manos, coronas de flores y tierra caliente que se pegaba a las camisas y los cabellos.

“Uno quejándose del calor de Cartagena —dijo un periodista—, pero el de San Jacinto se respeta, compa”. Y no le faltaba razón, pues Lisandro Meza, Calixto Ochoa y Enrique Díaz debieron de arrepentirse de cargar las ropas gruesas que llevaban, quizás olvidando cómo era el lugar que visitarían.

Un par de estrofas premonitorias llegaron apresuradas al lado derecho de la iglesia, como si el mismo Landero se abriera diciendo: Algún día también me voy/ como se fue Alejo Durán/ también se fue Juancho Rois/ y ahora Patricia Teherán. Los acordeones se apagaron de pronto y los sombreros cayeron de las cabezas, mientras los pañuelos se empapaban de los sudores que bajaban de los cabellos y chorreaba las caras para que el calor se hiciera sentir.

Una señora llamada Rosa Elvia, un poco cincuentona y con la risa adornada por dos dientes de oro, contaba, “conocí a Landero en Valledupar. Yo trabajaba en un restaurante, y él un día llegó con su conjunto. Eso fue para uno de los festivales. Él era un poco enamorado. Por eso, cuando me vio, enseguida empezó a picarme el ojo y a decirme cosas. Es que yo era muy bonita en esos tiempos. Al poco rato llegaron otros músicos, quienes también participaban en el festival y, después que reposaron el almuerzo, se pusieron a practicar. Landero también sacó el acordeón, y mi patrón le regaló unas cervezas, que se tomó con los otros músicos. Me acuerdo que él era muy simpático y sonreía mucho. Después de enamorarme tanto me dijo: ‘te voy a componer un canto, oíste’. Yo no sé si al fin lo compuso, pero a mí la música de él me gustaba mucho. Todavía me gusta”.

***

A un costado de la casa de Adolfo Pacheco, donde un árbol de matarratón ofrece una pobre sombra, se amontonaron los músicos de la procesión y un grupo de admiradores se les aproximó, mientras en la terraza del Colegio Rafael Núñez también se aglutinaban jóvenes y adultos alrededor de Calixto Ochoa, Enrique Díaz y Fredy Sierra, tres maestros, tres reliquias irrepetibles a la mano del todo el mundo.

“Me ha dolido la muerte de mi compadre —dijo Enrique—. Y la verdad es que me extrañó mucho cuando me dijeron que estaba enfermo, porque ya nos habíamos visto en San Juan, en un homenaje que nos hicieron, y se veía muy saludable. Pero la semana pasada lo fui a visitar al hospital y le pregunté, ‘¿compa, cómo está? Y me dijo, ‘bien, compa, bien’. Pero qué va, yo veía que estaba mal. Lo que pasa es que él nunca se afligía por nada”.

Tres locutores que parecían no haberse visto en años, se saludaron en forma ruidosa y comenzaron a contar anécdotas graciosas sobre Enrique y Landero. Un compositor, Ever Sierra, se les sumó diciendo que “a Landero nunca le gustó cargar otra cosa que no fuera su mochila. Un día en Cartagena le dije:

—Maestro, le cambio su mochila por un maletín.

—¿Cómo así?—me preguntó.

—Hombre, le voy a regalar un maletín fino, para cuando le toque viajar y para que largue esa mochila.

Después de 15 días, supe que estaba en la oficina de Alberto Morales, y allá me le presenté con el maletín. Noté que se alegró bastante, pero después me lo encontré en Ciénaga de Oro, sin maletín y con la misma mochila que pensé había botado. Le pregunté:

—Maestro, ¿y el maletín?

—Ahí está —me respondió—, saludes te mandó”.

Tres fotógrafos captaban los instantes de la gente posando al lado de los artistas, en el mismo segundo en que una misa de despedida a Landero se prolongaba con los discursos de los concejales, y las sopas empezaban a servirse en las casas y en las terrazas-restaurantes de la calle donde vivió Toño Fernández. Y grupos de hombres, vestidos con sus mejores ropas, destapaban botellas de aguardiente; otros, jugaban billar, los equipos de sonido seguían cantando por su cuenta Mi machete, Santana, La mochila terciá, El negro Guerra, La hamaca grande, El desahuciado, El pergamino, Dos negras, Oro blanco, Martha Cecilia, Las miradas de Magaly...y todo el ambiente era el de una feria alegremente triste, un acontecimiento que se apagaba y se encendía como esos cirios fiesteros que despiden lágrimas de esperma en el arrebato de una cumbiamba ribereña. Pocos, en la distracción de la conversa folclórica, sintieron las escasas gotas de lluvia que querían arruinar la tarde.

De pronto, y sin ponerse de acuerdo, grupos de mujeres y hombres comenzaron a bajar hacia el cementerio, con la intención de asegurar el puesto y de ubicarse en los sitios estratégicos. En el camino, uno de los tres viejos robustos que habían recién destapado una botella de ron al inicio de la calle, comentaba que, “cuando yo estaba pelao, mi mamá se molestaba cuando me veía practicando la gaita. Ella no quería que fuera músico, pero después como que se resignó y lo único que me decía era que si iba a ser músico que no tomara tanto ron. ‘Ve cómo se le ha puesto la voz a Landero. Eso es por el ron’, me decía. Pero a mí siempre me pareció que cuando Landero estaba tomando, tocaba y cantaba mejor”.

“Hace años —comentaba un negro sesentón, quien dijo llamarse Marco—, estaba yo en las fiestas de San Roque, en Mahates, y un cuñado mío, que es músico, me mandó llamar varias veces dizque porque me tenía una sorpresa. A la tercera vez que me requirió, escuché un golpe de caja y guacharaca a lo lejos, y pensé que era en la corraleja. Cuando decidí llegar a la casa de mi cuñado, cuál no sería mi sorpresa al ver que la caja y la guacharaca estaban sonando en ese patio. Y más, el acordeonista era nadie menos que Andrés Landero. Él era famosísimo en esa época y, sin embargo, la gente, como estaba metida las fiestas patronales, no se dio cuenta que lo tenía en sus narices. Lo cierto es que pasé una de las mejores tardes de mi vida. Esos han sido los tragos más sabrosos que me he bebido. Esa vez Landero me dijo, ‘te voy a cantar una canción que acabo de componer, y me dices cómo te parece, para ver si la grabo. Se llama Las miradas de Magaly”.

***

El cielo se estaba descomponiendo por encima de los árboles de aceituno, al tiempo que a lo lejos, en la carretera que viaja hacia El Carmen de Bolívar, los buses querían detenerse para presenciar de cerca los adioses a Landero, una despedida sin conjuntos de gaita, a pesar de que Toño Fernández y José Lara algo tuvieron que ver con la vida musical del difunto.

Un señor medio citadino y medio lugareño recordó que apenas tenía 16 años cuando conoció de cerca a Landero, en el corregimiento de Evitar (Mahates): “Eso fue en los funerales de Domingo ‘Mingo’ Pimientel, el mejor cajero que tuvo Landero y que ha tenido toda la sabana de Bolívar, el mismo que mencionan en la canción Flamenco. Ese hombre murió joven, de una afección estomacal. Landero llegó al velorio con una tremenda mona, pero lo bueno del cuento es que nadie le paraba bolas a la muchacha por querer hablar con Landero”.

Varias grabadoras volaban por encima de las cabezas, registrando las notas de las cinco acordeonistas que iniciaron el cortejo fúnebre, a la vez que devoraban la primicia de un pequeño maestro llamado Héctor Romero Jr., quien tocaba una cumbia melancólica, pero sabrosa, como son los verdaderos cánticos negroides; registraron también la presencia de Humberto Montes, a quien llamaron El segundo Landero. “Ese es el único que puede tocar bien una cumbia con acordeón, después del maestro Andrés”, dijo el mismo guacharaquero que venía moviendo el brazo desde las primeras horas de la mañana.

La dispersión de los estudiantes coincidió con la retirada del grupo que había llegado en el bus cartagenero, que a esas horas hervía de calor al lado de La pava congona, el restaurante de Lastenia Alvis, en cuya terraza ya no volvería a desayunar El rey de la cumbia, pero estaban los viejos músicos y los compositores, con Héctor Vásquez estrenando una borrachera que lo hizo olvidarse del mundo; y escuchando despacito una grabación que les prestó un periodista, en la cual se oía la misma cumbia tristona que tocó el niño Héctor entre la multitud que asistió al cementerio:

Ya Landero se va, Rosa/ ya Landero se va, llora Rosa/ Pero de pronto vuelvo a regresá/ si acaso me voy para Europa/lo que tienes que hacé es llorá/ ¿no ves que Landero se va/ y no lo vuelves a ver más/ y no lo vuelven a ver más...

Marzo de 2000


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