El trencito en plena marcha

El Tren Bimbo se despide


El tren que sale diariamente de la carrera tercera del barrio Bocagrande parece un arcoiris vespertino en medio del pavimento.

A veces se asemeja a un gusano de colores iluminado por la sonrisa de los niños que viajan en su interior.

Tiene 35 años de estar provocando esas sonrisas en los rostros de sus pasajeros, pero el próximo primero de agosto venderá sus últimos boletos y hará sus últimos recorridos por las calles de Bocagrande.

Así acaban de decidirlo Medardo de la Espriella y su esposa Lourdes Torralbo, fundadores, propietarios y administradores del “Tren Bimbo”, el mismo que varias generaciones de cartageneros han abordado o, por lo menos, visto o escuchado mencionar en algún momento de sus vidas.

Mientras llega la hora cero, Don Medardo continúa saliendo todas las tardes a la esquina de la carrera tercera con calle seis, en donde funciona la estación principal de los trenes, que ya no son cinco sino cuatro: hace unos días apareció un comprador que se llevó uno hacia las zonas rurales del departamento.

La segunda estación funciona en la avenida San Martín. Es la que más tarde cierra. A las 10 de la noche, sus dos trenes dan los últimos pitazos, mientras los de la estación principal lo hacen a las ocho de la noche o a las nueve, según el día o la afluencia de pasajeros.

El caso es que los cuatro trenes no se cansan. Siguen corriendo alegremente, exhibiendo su policromía con las barrigas llenas de niños, padres y madres de cabellos sueltos como banderas que juegan con la brisa que se cuela por los vagones sin ventanillas del tren de don Medardo.

Y es él quien se siente cansado. El tren de la vida que ha llevado durante más de cuarenta años está emitiendo sus últimos pitazos laborales. Ahora quiere dirigirse hacia una existencia más reposada, más de casa, más de distracciones y contemplaciones. Instantes pequeños que pasan raudos, sin que los sentidos —de tanto sumergirse en lo trascendental— se ocupen de percibir.

“Para qué me engaño —dice don Medardo—. Ya tengo 80 años y siento que mis energías no son las mismas de cuando tenía 20. No estoy enfermo. No tengo ninguna afección grave. El médico no me ha dicho que deje el trabajo. Nada de eso. Yo solito decidí que hasta aquí llego con los trenes. Es que no tengo el mismo brío ni la misma energía de antes. Ahora todo me da pereza. Todo se me hace más lento y pesado. Hasta aquí llegó el tren. Tres de mis hijos viven en los Estados Unidos y no pueden encargarse de él. Y a la única hija que tengo en Cartagena, no le interesa. No me queda otro camino que venderlo”.

El “trencito de Bocagrande” —como le dicen los cartageneros— surgió de las manos de don Medardo y de su espíritu de inventor.

Muchos de los conocimientos en mecánica que aplicó en la construcción del tren germinaron de su experiencia como vendedor de maquinarias agrícolas en la ciudad de Montería.

Pero fue en Cartagena en donde se le prendió la chispa que le daría vida y movimiento a la oruga de metal.

“Esa fue una vez en que me visitaron unos amigos que vinieron de Estados Unidos a conocer a la última de mis hijas, quien estaba recién nacida. Conversando y conversando, uno de ellos me dijo que en Disney World habían un puesto a rodar un trencito para los niños. Y no sé por qué se me metió la idea de que tenía que conocerlo.

Al año siguiente viajé con mi esposa y mis hijos. Conocimos el tren, y fue cuando se me ocurrió que aquí en Cartagena también debía haber uno, porque para esa época no eran muchas las opciones de esparcimiento; y, sobre todo, para divertir a los niños”.

Parte de los materiales para la construcción del futuro tren vinieron de los Estados Unidos, pero no como novedosos elementos tecnológicos sino como imágenes de lo que podría ser el de Cartagena.

“En Orlando aprovechaba los ratos libres para salir con mi esposa y hacerla posar en lo que quedaba de los viejos tranvías. Así fui coleccionando diseños aproximados a lo que quería hacer. Cuando regresé a Cartagena, ahorré algunos pesos y me fui para los patios del Terminal Marítimo en donde estaban archivados algunos montacargas y tractores. Compré varios y me los llevé para la casa.”

El 15 de febrero de 1971 salió a la calle el primer “Tren Bimbo”, que sólo tenía dos vagones para cuatro pasajeros, hacía recorridos cortos entre la avenida San Martín y la carrera tercera y el pasaje costaba únicamente tres pesos. Su nombre surgió de un vocablo italiano que significa “niño”.

“No tuve necesidad de hacerle publicidad previa (como se hace ahora), porque en ese entonces la ciudad no era tan grande. Casi todo el mundo se conocía; y hubo mucha gente que se encargó de regar la bola de que yo estaba construyendo un trencito para pasear niños. En ese momento tenía cuatro negocios más, entre esos la ‘Panadería Bimbo’, y hasta allá iba la gente a preguntarme si era cierto lo del trencito”.

La señora Lourdes Torralbo todavía recuerda el reguero de muchachos corriendo detrás del tren y al conductor moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás para impedir que se montaran gratis, porque el vehículo aún carecía de espejos retrovisores.

Don Medardo no precisa cuánto tiempo permaneció construyendo el trencito, cuyo modelo fue tomado de un tren de juguete donde el principal atractivo era una chimenea de luces intermitentes, que finalmente el constructor no pudo copiar con fidelidad.

Más tarde, a los dos vagones iniciales se les sumaron otros para cargar a seis pasajeros y luego doce, hasta llegar a la capacidad actual con la que pasear hasta 48 adultos o 60 niños.

En sus 35 años de funcionamiento, el “Tren Bimbo” jamás ha tenido percances automovilísticos, con todo y que periódicamente sale de Bocagrande hacia barrios cercanos como Manga, Crespo o el Pie de la Popa.

Pero también a los barrios de los extramuros para cumplir algún contrato en fiestas infantiles, que se programan con mucha anticipación debido a la copiosa demanda desde que comienza el año.

Ocho empleados, todos uniformados a la usanza de los fogoneros de los trenes que salen en las películas de vaqueros, trabajan en las dos estaciones, pero la principal, la de la carrera tercera, es atendida por don Medardo y su esposa, quienes también portan los uniformes y los radios portátiles de los demás operarios.

“Una de las cosas que me llamaron la atención de los trencitos de Disney Wolrd fue la alta calidad en la atención de los jóvenes operarios. Me puse a averiguar por qué eran tan amables y educados y descubrí que se trataba de estudiantes universitarios que aprovechaban sus tiempos libres en ese oficio. Copié la idea. Y, en lo que va corrido de estos 35 años, por mi negocio han pasado estudiantes de Odontología, Medicina, Derecho, Arquitectura y otros que ahora son famosos profesionales en Cartagena y fuera de ella”.

El tráfico de la carrera tercera a veces dificulta el paso de los trenes. Y Don Medardo sueña con un parque inmenso en el que ojalá el nuevo propietario los ponga a rodar para que olviden estas calles estrechas y atiborradas de espíritus urgentes.

A parte de la risa de los niños, los trenes llevan otra música que sale de sus propios equipos de sonido. Salen de ambas estaciones cuando promedian las 4 de la tarde, hacen cada recorrido por 20 minutos y se ocultan nuevamente bajo la espesura de la noche.

A las espaldas de Don Medardo, quien permanece sentado en uno de los pretiles de la estación de la carrera tercera, está la casa en donde se criaron sus cuatro hijos, la cual se ha ido transformando en pequeños locales comerciales para arrendar, según el espacio que le sobre cada vez que algún familiar abandona el nido.

Por las estrechas escaleras que conducen al segundo piso, a veces baja un nieto flaco con cara de quinceañero, contrastando con la figura lenta, rolliza y agotada de don Medardo, quien lo señala cuando le da la espalda.

“Ese —dice estirando el brazo— todavía está muy pelao para que administre este negocio. Me tocaría esperar a que cumpla siquiera los 20 años. Y no creo que yo aguante hasta allá”.

 


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