Celia, una vida entre el cemento y la cocina


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Desde hace nueve años, los días de Celia Montenegro Ruiz son iguales de laboriosos, aunque en cualquiera de ellos se celebre el Día de la mujer. Y aunque desde las 5:00 de la mañana esté despierta, alcanzando a escuchar los radios de los vecinos sintonizando los noticieros, su hora de abandonar la cama es a las 6:00.
A esa hora apenas llega de la calle Alfonso, su esposo, un indio wayúu silencioso, tranquilo y pulcro, como puede notársele a simple vista, pero abotagado por el trasnocho y la obligación de estar ubicado en una sola parte: Alfonso es celador.
Mientras él empieza a preparar la cama para recuperar sus doce horas de sueño, Celia se ocupa de preparar el desayuno y los uniformes de Carlos Emilio, Yanet y Alfonsito, sus tres hijos, quienes pertenecen a una concentración escolar del barrio Ceballos.
En Ceballos nació Celia hace 32 años, y fue allí cuando desde los 13 comenzó a jugar en serio con el cemento, las palas, los palustres, las llanas y los niveles de los vecinos albañiles que desplazaron sus casas de madera por ladrillos y novedosas tejas de asbesto.
No supo, después de jugar por un rato con esos utensilios, en qué momento se convirtió en albañil. Ahora es capaz de levantar, como cualquiera de los albañiles de su vecindario, una pared con cualquier clase de ladrillos; sabe echar un piso, asentar un cimiento, repellar una pared y organizar un sistema de plomería.
Las palas para recoger arena y cemento, las que siempre desafía con sus manos que pocas veces acariciaron muñecas de plástico o chocoritos de metal, son para ella como las cucharas que levanta en la cocina cuando de preparar buenas comidas se trata. Porque Celia también es cocinera: las veces en que los trabajos de albañilería se ponen escasos, asume entonces la necesidad de emplearse en alguna fonda, consiguiendo la gracia de que siempre terminen nombrándola jefe de cocina, debido a las exquisiteces que sus manos, callosas por el cemento y la tierra, saben preparar.
Todos los arroces, todos los sancochos, las carnes, las ensaladas, los postres y los jugos surgen de las manos de Celia con la misma destreza con que dispara el cemento hacia las paredes de blockes escuetos. Una bandeja de enyucados calientes, que ella vende en la puerta de su casa, saben dar fe de su sabiduría en eso de sacarle partido a los fogones. Así su voz, así sus ojos ovalados, dos cosas que se unen cuando tiene que hacer otro de los menesteres que más le gustan: conversar.

María Ruiz, la mamá de Celia, vivió poco tiempo con Alejandro, el jefe de casa, pero levantó como pudo a los seis hijos que le quedaron de esa unión infortunada.
La más inquieta de todos fue Celia, porque desde pequeña era hacendosa en la casa, jugaba al béisbol, tiraba puños y pocas veces frecuentaba las muñecas, como cualquiera de las niñas de su generación.
“Al principio —dice Celia—, mi mamá me regañaba cuando me veía metida en los trabajos de los vecinos, cogiendo la pala, cargando cemento y todo eso, porque decía que yo era una ‘machorra’. Después, cuando vio que yo podía hacer los trabajos en la casa, sin necesidad de que contrataran a un albañil, cambió de idea y a veces decía, ‘esa pelá es loca’.
Ninguno de mis hermanos pudo aprender la albañilería, así que fui yo quien organizó las instalaciones del agua y los sanitarios en esa casa. La pinto en diciembre y le hago cualquier arreglo, siempre que sea necesario. En las casas de mis hermanos también soy yo quien trabaja lo que tenga que ver con la albañilería.
Un día el Gobierno trajo a Ceballos a una cuadrilla de ingenieros, dizque para un plan de construcción de vivienda; y, cuando supe que estaban necesitando albañiles, me les presenté. Primero no me creyeron, pero cuando me vieron preparando la mezcla, cogiendo el palustre, la pala y todo eso, se convencieron y me contrataron. Definitivamente, la albañilería me sirve más, porque me pagan mejor.
Yo podría quedarme de cocinera, que es más fácil, pero con la albañilería gano más. Lo malo es que cuando vienen buscando albañiles, siempre tengo que asociarme con algún hombre, porque, cuando me ven, creen que es mentira que soy albañil. También tengo que buscar a alguien que me preste herramientas, porque no es que tenga muchas, pero apenas se me componga la mano voy a hacerme un cajón de herramientas para mí solita.
También necesito plata para levantar mi casa, una casa grande en donde esté más cómoda con mis hijos, mi esposo y mi mamá, que está muy enferma. La plata sería para los materiales y el terreno; lo demás, lo resuelvo yo”.
A las 10:00 de la noche termina un día normal en la vida de Celia Montenegro Ruiz.
Es esa la hora en que decide recoger las sillas plásticas que permanecen en su terraza, cerrar las puertas y apagar las luces, porque desde las 6:00 de la tarde, cuando han terminado todos sus oficios, comienza a recibir visitas.
Son sus vecinos, sus amigos, jóvenes y viejos, quienes llegan a su casa en la calle Tercera de Las Flores, a contarle sus problemas y a escuchar las soluciones que ella tranquilamente consigue, como si le curara las heridas a una pared que necesita cemento fresco.
También llegan los predicadores de todas las congregaciones religiosas habidas y por haber en Cartagena. Celia los escucha, siempre rehusando a unírseles, porque “yo soy creyente y para eso no tengo que meterme en ningún templo. Que yo sepa, Dios no es de ninguna religión”.
Únicamente los sábados se anima a ver televisión, porque presentan las películas internacionales que sólo veía cuando visitaba algún teatro con su novio, quien ahora es su esposo: “Él me ataca porque dice que parezco una vieja”, afirma.
Tiene nueve años de casada y ningún problema marital, según dice, porque una de sus mayores cualidades es la comprensión: “es verdad que los hombres son machistas, pero eso también depende de cuánto lo permita la mujer”.
Con su manera de vivir, y tal vez sin proponérselo, Celia ha terminado por sumarse al gremio de quienes se empeñan en colocarle signos de interrogación a la vieja frase “sexo débil” para referirse a las mujeres, sobre todo ella que no permanece quieta un solo instante: “las veces que le cogí miedo a la albañilería fue cuando estaba embarazada. Ahora no, porque me desconecté. Ni cuando tengo la regla le temo al cemento. Y eso que dicen que es malo hacer esas fuerzas. Gracias a Dios, hasta ahora no me ha pasado nada.”
Los periódicos pasan por sus manos con la misma velocidad conque lee las páginas judiciales, que son las únicas que le interesan: “allí me doy cuenta que los jóvenes de ahora hacen lo que les da la gana. Aquí mismo en Ceballos andan de su cuenta, pero la culpa es de los padres.
Yo me acuerdo que mi mamá se iba a trabajar y nos dejaba solos, pero cuando regresaba encontraba todo en orden; y así crecimos, en la pobreza, pero nada malo nos pasó”.
Ya no se acuerda cuándo fue la última vez que asistió a una fiesta, tomó licor y bailó, porque esas cosas quedaron en sus años de adolescente, pero sigue escuchando rancheras, su género preferido; o, en su defecto, la música de Enrique Díaz, “porque me parece distinta a esos vallenatos de ahora”.
Pero lo suyo es el oficio. Por eso se levanta desde las 6:00 de la mañana, a seguir impulsando a sus hijos hacia un futuro lleno de títulos universitarios, como ella quisiera, aunque últimamente, el trabajo de albañil está un poco duro.
“Parece que la situación económica no deja ni que la gente mande a echar una terrazita siquiera”, dice Celia, como pensando en voz alta.
Marzo de 2002


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