¡Cójanlo!: el ritual de la persecución y el golpe


Recién terminábamos de preparar la casa para la Navidad. Armamos el arbolito, el pesebre y decoramos las ventanas, tras el trabajo eléctrico de mi papá para detectar cuál era exactamente la lucecita que fallaba en la extensión. Era 2001.

─ ¡Vamos a la Castellana! ─ gritó mi mamá antes de subir a su cuarto.

Llovía fuerte. Estaba de noche y caía una de esas raras lluvias cartageneras de diciembre. El goteo musicalizaba mi cena en soledad, no porque cenara solo siempre, sino porque ya había pasado la hora y todos estaban en sus habitaciones. Me había sentado en el puesto que daba la espalda a la cocina y, mezclándose con la lluvia, caía el agua de la ducha donde se bañaba Osiris, una señora que trabajaba en mi casa, en San Pedro.

─ ¡Trac, trac! ─ así sonaba el hierro sin aceite de la reja del patio cuando la abrían… y la estaban abriendo. La luz del patio estaba apagada. ─ Osiris, ¿eres tú?─ dije en voz alta, pero no contestó. Así que, despacio, me levanté y me fui a la cocina, que da al patio, para encontrarme de frente con la silueta que se podía medio ver en la penumbra.

─ ¡Ratero, ratero!─ grité con desespero y subí a alertar a mi papá.

No habían pasado cinco minutos, tal vez tres, pero ya estaba armado todo un operativo policial sin policías y los chicos de la cuadra, armados con palos y bates, recorrían las calles en busca del delincuente que, afortunadamente, se asustó tanto como el niño de 11 años con quien se cruzó y salió disparado, volándose los patios y los techos.

Cuando hay persecución de rateros como que se alegra la cuadra ─obvio, no─ y se convierte en el evento de la noche, además de la diversión, camuflada en la indignación, y la adrenalina que genera jugar a ser policías y corretear al ladrón. En serio, luego de la persecución del ladrón quedan los vecinos en las calles, más cuando se captura al infortunado que ha fracasado en su asalto.

En otros países, como Argentina, la golpiza a los delincuentes ha encendido las alarmas el último año, de hecho, muchos amigos argentinos han contado con asombro cuando la gente intenta matar a golpes a los ladrones, y la prensa y el establecimiento no dudan en repudiar estos actos contra la vida. En Colombia es distinto, al menos en Cartagena, donde crecí viendo a los vecinos tomar la justicia por mano propia en un intento de enseñar la lección al malo. Es común que un ladrón robe, los vecinos corran tras él, lo agarren, le den una golpiza y llegue la Policía, un rato después ─normalmente tarde, o demasiado tarde─, solo a arrancarles al ladrón de las manos. De hecho, es tan común que ya la gente no solo golpea, sino que quema las motos de los ladrones, hasta el punto en que ahora roban en grupos, en caravana, pareciera, para evitar morir en el intento.

─Ya aquí no roban tanto porque saben que aquí les va a mal─ han dicho varios vecinos participantes del evento de persecución y golpe. Hay casos más emblemáticos, que han contado los más viejos del barrio, como una vez que amarraron al ratero capturado a un poste de luz, le prendieron llantas alrededor y, ahogándose del calor, el tipo recibió trompadas de las personas que hacían una fila. Todo un ritual.

De estos hechos solo recuerdo dos con claridad, seguro que hubo más: aquella noche que di de frente con la silueta y otro de alguna vez que corrí en grupo detrás de un ladrón. Sin duda, el recuerdo más claro es el de pasar meses sin bajar solo al primer piso, menos si ya habían apagado las luces. No sé si aún tenga el trauma. Al ladrón de aquella noche decembrina nadie lo agarró, de pronto solo yo me acuerdo de él, pero hubo versiones que decían que se escondió en la casa de atrás y amenazó a los que estaban dentro. Luego, cuando llegó la turba a preguntar en esa casa, abrió la puerta y dijo ─ya revisamos, aquí no hay nadie─. En todo caso, siempre fue una silueta.

En Twitter: @TresEnMil


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