Las lecturas del insomnio


En mi infancia al internet se le conocía con el nombre de Lexis 22. Era una enciclopedia de veintidós volúmenes de pasta roja y títulos dorados donde se hallaban, en orden alfabético, todas las cosas del mundo con ilustraciones a color. Solía usarse, principalmente, para las consultas académicas. Para el ocio, en cambio, había otro internet más divertido y didáctico: El mundo de los niños, que eran quince libros llenos de historias, plantas, animales, maravillas, poesía y juegos.

Pero aquel internet de hojas impresas no estaba tan difundido como el virtual de hoy. Por eso, y porque solo existían dos canales de televisión, la diversión más común de los niños —para sorpresa de las nuevas generaciones— era juntarse con otros niños para jugar en la calle. Lejos estábamos del celular y las distracciones digitales, así que alegrarse la vida era un asunto por completo artesanal.

Era común entonces que las tardes y noches fueran un galope recio de chiquillos desbocados, un zumbido de voces, risas, gritos y golpes de un balón. Pero todo terminaba a las nueve cuando en la pantalla del televisor las imágenes se volvían una colección de tiras de colores. Esa señal les indicaba a nuestros padres que ya era hora de que volviéramos a casa; y una vez allí, con el mundo aún tan pequeño, no había otra opción que acostarse a dormir.

Justo ese era mi problema porque casi nunca podía conciliar el sueño. Me quedaba naufragando entre las sábanas y mirando al techo quién sabe hasta qué horas. Y así era noche tras noche, y por eso mis mañanas eran un sufrimiento de ojos rojos y párpados pesados. Pero después de muchas jornadas en claro me llegó un bote salvavidas, pues se dio la feliz casualidad de que mi mamá, buscando optimizar el espacio estrecho de la casa, un día decidió mover la biblioteca a mi habitación. Eso no solucionó mis problemas de sueño, pero hizo mi vigilia mucho menos aburrida.

Yo la llamo biblioteca, pero en realidad no era más que un par de modestos muebles gemelos hechos de varas de bambú. Tenía una clasificación impuesta por el tamaño de los compartimentos; es decir, que el material estaba acomodado donde cabía. Aun así conservaba una distribución admirablemente ordenada: revistas y periódicos en la parte inferior; más arriba los atlas; luego las enciclopedias; después los cuentos infantiles; y al final, en la parte más alta, las novelas. Y en ese mismo orden fui recorriendo aquellas letras cada noche.

Empecé, pues, hojeando periódicos viejos. Al cabo de unas semanas ya me había enterado de las principales noticias de algunos años atrás. La que más recuerdo se refería a la inauguración del primer supermercado de la ciudad. Destacaba en el editorial que en medio de los festejos la administración había convocado un concurso entre los asistentes. El premio, que era una caja del ron local, se lo ganaría aquel que fuera capaz de tomarse una botella completa de un solo trago. Lo curioso es que tres de los cinco participantes lograron el objetivo y hubo que definir el concurso con una prueba extra: tomarse, también de un solo trago, media botella más.

Dado que las noticias se ocupaban solo de un puñado cíclico de temas, pronto me aburrí de ellas. Así que opté por saltar de una vez a las últimas hojas para ver las historietas y tratar de resolver los crucigramas. De estos, al principio no pude completar ninguno. Después caí en la cuenta de que la solución venía publicada en el periódico del día siguiente. No tardé mucho en descubrir que cada nuevo crucigrama no era más que una colcha de retazos de otros anteriores, de modo que resolverlos era más un ejercicio de memorización que de agudeza mental.

De los periódicos pasé a las revistas viejas de boxeo. Allí descubrí las hazañas deportivas de Kid Pambelé, Mano de Piedra Durán y Sugar Ray Leonard. Yo, que jamás había visto una pelea de aquellas, comencé a admirar a esos boxeadores por la pluma talentosa de los redactores. Me bastaba con leer una crónica y ver una fotografía para imaginar el combate completo: rectos de derecha, jabs de izquierda, pases de cintura, caídas a la lona, la cuenta del réferi. Y eran combates que habían tenido lugar hacía veinte años. A partir de ese momento entendí la lectura como otra forma de diversión, aunque esta fuera mucho menos atractiva que correr descalzo detrás de un balón.

La lectura se convirtió entonces en consuelo cuando no podía jugar en la calle y en el complemento de mis ratos de ocio. En fin, una actividad más dentro de las tantas que me interesaban, como derretir muñequitos plásticos usando una vela y una jeringuilla de alcohol, o acostarme en el balcón para ver los colores de la tarde. De manera que leía si había que esperar a que cesara la lluvia, o cuando había una fila larga, o si los trayectos en los buses se hacían tediosos, o en mis tantas noches de desvelo. Leía cuentos y novelas cuyos argumentos y autores he olvidado. Algunos de mis amigos compartían estos intereses; pero nosotros estábamos más pendientes de salir a romper botellas con tiros de honda, que de sentarnos a hablar de libros.

Sin embargo, cuando crecí y tuve que dejar mi casa y mis amigos para seguir mis estudios, encontré que en aquella lejanía los lectores eran unos seres distintos. Me sorprendió que la mayoría de ellos creyera pertenecer a una especie de logia tácita con serias pretensiones de superioridad. Como si la lectura fuera más importante que escuchar música o ver una película. Como si las habilidades que consigue un lector fueran más loables que las de un nadador o una bailarina. Esa posición siempre me ha parecido absurda, pues, es como querer discernir si el sueño es más importante que el ejercicio, o si el azul es mejor color que el amarillo.

Para alguien que encuentra en los libros placer estético y diversión, presumir de sus lecturas es casi como presumir de sus desayunos diarios. Entre otras cosas porque leer libros no hace mejores ni peores a los hombres; solo los convierte, si acaso, en lectores.

Desde aquellas felices épocas de infancia son muchas las noches en que no he podido dormir. Afortunadamente, con el favor de la tecnología y la expansión de las redes, ahora hay más opciones disponibles además de las letras, y he descubierto que con frecuencia me resulta más fácil hallar el sueño viendo videos de bromas en YouTube o viendo las viejas peleas de Pambelé, Mano de Piedra y Sugar Ray Leonard que por tanto tiempo tuve que imaginar.

@xnulex


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR