A la memoria de los muertos


La primera vez que asistí a un velorio tenía ocho años. Desde allí tengo la idea de que el tufo de la muerte huele a una mezcla de café, mentol, flores tristes y velas derretidas. De aquella ocasión tengo el recuerdo nítido del féretro cerrado en el medio de la sala y alrededor de él, sollozando cabizbajas, un grupo de mujeres clausuradas en un negro absoluto repetían a perpetuidad el santa María madre Dios ruega por nosotros pecadores, como respuesta coral a una matrona líder que con cada cuenta del rosario recitaba el Dios te salve María llena eres de gracia. Los hombres, en cambio, por esa arraigada costumbre caribe de no mostrar sus tristezas en público, permanecían afuera, estoicos, igual de afectados pero sin el dramatismo del rito. Bebían ron en silencio asintiendo de vez en cuando con la cabeza y apretando los labios como aprobando algún recuerdo fugaz y mudo del difunto

Ese fue el velorio de mi padre y yo era tan niño que no entendía lo irrevocable de su muerte. Por mucho tiempo lamenté que en mi candidez haya considerado aquel episodio solo como un inexplicable cambio en la rutina de la casa, sin imaginar que marcaría mi vida por completo. Tal vez así fue porque en el fondo tenía la convicción de que todo aquello era una situación temporal; que de algún modo, y sin saber de qué manera, en unos pocos días todo iba a ser como antes. Sin embargo, con cada muerto va entendiendo uno que no hay edad para estar preparado y que por ello la vida brinda los mecanismos de protección que cada quien necesita para sobrellevar el dolor.

A los pocos años tuve el infortunio de asistir al funeral prematuro de una hermosa niña que perdió la lucha contra la leucemia. Me estremeció la serenidad de su cara bajo el cristal del ataúd; tenía la tranquilidad de un lirio dormido; como transitando apenas por un sueño cotidiano. Era la hermana menor de un compañero de deportes y, a pesar de que ya yo estaba más grande, tampoco entendí aquella muerte como un acontecimiento fatal. Para mí fue más un acto de protocolo con vestimenta lúgubre y formal, donde tenía que dar ─automático y sin bemoles─ el pésame a los dolientes, luego subirme a un bus y acompañar el desfile fúnebre hasta el sepelio. Al final de la ceremonia, sin detenerme a pensar en nada, me fui a comer raspados a la salida del cementerio. Allí vi por primera vez a un hombre adulto llorar. Era el padre de la niña que estaba postrado en un banquito de madera y lloraba inconsolable y sin lágrimas destruido por el dolor: en toda mi vida no he visto un llanto más amargo.

Un lustro después, a cuatro días de cumplir mis 17 años, murió mi abuelo. Aunque dicen que se le vio acongojado por el revés que ese día tuvo con sus gallos, yo creo, en cambio, que la muerte lo sorprendió feliz a la salida de la gallera, porque pocas cosas lo entusiasmaban tanto como criar y poner a pelear sus gallos. Además, para un gallero veterano, que uno o dos de sus gallos pierdan nunca representa una gran tristeza porque esos son los gajes de ese oficio y porque ese día se hace sancocho para paliar la derrota. En la familia siempre se ha dicho que su reloj de pulsera se paró justo en la hora de su muerte. Nunca he querido verificar si eso es cierto pues suficiente tengo con que haya muerto el 28 de diciembre, día de los inocentes y tres días después de la fecha de la muerte de mi padre, para que el ánimo nunca me alcance para celebrar a plenitud ninguna fiesta de navidad

Tiempo después murió mi abuela. Fue un funeral que sentí más como un descanso merecido que como una triste partida: en sus últimos años mi abuela había estado naufragando entre las nebulosas de sus neuronas agotadas fundiendo el presente y el pasado en una sola cinta de dolor; sin embargo, en una tarde de diciembre, un hilo brillante se le prendió en los ojos y por ese instante me pareció que volvió a ser ella. Entonces dijo «no hay felicidad completa» y volvió a sus nieblas otoñales; nunca supe si se dirigió a mí o a alguno de los personajes de sus recuerdos antiguos.

En todos los funerales que recuerdo, la constante ha sido que el velorio se lleva a cabo con una tristeza histérica al principio, una tristeza intensa y pasional, pero que con las horas va mermando hasta convertirse en una línea recta e ininterrumpida de sollozos, oraciones y lagrimitas tímidas. Sin embargo, cuando el momento del sepelio llega, vuelve a despertarse aquel dolor visceral y esta vez mucho más intenso que al principio; porque se tiene la idea de que mientras el cuerpo esté presente, aunque inerte, no está tan lejos como cuando está a tres metros bajo la tierra.

Y esa, por desgracia, siempre es la primera escena que acude a mi mente cuando recuerdo a algún difunto. En ese sentido los grandes funerales son una afrenta a la memoria de los muertos. Pero es la necesidad nuestra de solemnizar la muerte para aliviar un poco la conciencia. Es por esta razón que ya he dejado las instrucciones para que se deshagan de mí lo más pronto posible cuando me llegue el momento. Que no me guarden bajo tierra. Que no le reciban flores tristes a nadie. Que no prendan velas ni repartan café. En fin, que alejen ese tufo de muerte. Mejor que algún buen amigo o mi mujer haga un discurso bonito y luego, en un día de sol, echen mis cenizas a la bahía de Cartagena. Porque aún en la muerte, en el evento más triste de los que aman, tampoco la tristeza debería ser completa.

@xnulex


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