Tú tan tranquila


—El que habla pierde— dice Tina, sentada en uno de los cuatro sillones rojos. Revisa entre sus cosas, busca un cigarrillo de marihuana que esté, de milagro, en el fondo de su bolso.
—¿De qué demonios hablas? Roberto y Daniela te escucharon perfectamente—apunta María Piedad, mirando el jardín afantasmado, al fondo la ría se funde, apenas alumbrada, con el negro cielo.
—Bueno, pero una dice todo tipo de tonterías cuando está elevada—se acomoda sus gafas de sol, se quita el sombrero Tina—. Además, que les den por el culo a ambos. Para empezar no debieron decir que sí.
—Lo que para nosotras es normal para otros no—abre un nuevo paquete de Chesterfield que parece un remanso de paz a los ojos de Tina—. En tu país es común fumar sin mezclar la yerba con tabaco. En el de ellos no, mira cómo se han puesto.
—¿Tengo acaso la culpa yo de que vomitaran?—se enciende un cigarrillo, el brillo del encendedor fulgura en los labios de Tina—. Nadie les puso un arma en el pecho.
—Ellos no están molestos por tener arcadas y haber llenado el piso con su cena, o no del todo—se acomoda su chaqueta de jeans María Piedad—, lo que les ha molestado fue lo que dijiste.
—Pues no será la primera ni la última vez que escuchen eso—palmea la mano, aprieta el hombro de su amiga—.
—Claro, tú tan tranquila, lo has visto todo con una parsimonia que parecía la muerte, pero ha venido Álvaro con galletas desde su cuarto para reavivarlos un poco, y ha dicho que no es malo el producto porque tú estabas muy simpática—adopta una expresión grave, se acomoda la larga falda María Piedad—. Por fortuna hoy es domingo y no hay más gente. Te imaginas si hubiesen visto los profesores a ese par tirados en el pasto vomitando.
—Eso es otra cosa, ¿pero por qué andas tan alarmista Piedad?—saca otro cigarrillo de la caja Tina—. Nada de lo que dices ha sucedido. A mí modo de ver nosotras llegamos, ellos estaban fumando y escuchando música. Álvaro nos ofreció sus plantas inglesas, dijimos que sí, pero que sin mezclarlo. Era una aventura. No estamos entre niños.
—Claro, Tina, tú sabes la edad mental de las personas… —alza de la mesa una cerveza a medio tomar y extrañamente caliente—. Qué porquería, ¿hace cuánto estamos acá?
—Hoy duermes conmigo—sentencia, mirando por sobre los hombros de su acompañante hacia la mesa contigua, parece un desierto el lugar, suena una canción del Brasil, se estira los brazos hacia el cielo Tina—. Anoche no la pasamos nada mal.
—No te acostumbres—mueve las manos rehuyendo el contacto María Piedad—. Quiero que me aclares antes por qué les has dicho aquello de que la culpa les avinagra el amor.
—Porque odio a la gente débil.


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