Otro invierno


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El número once amenazaba en el reloj. Casi era la hora. Svenja Löw miraba su reloj de pulsera mientras avanzaba, respetando los límites de velocidad, por la ciudad de Leese. El auto, sin complicaciones, cruzaba las avenidas plagadas de semáforos en verde, las luces febriles parecían haberse puesto de acuerdo para que llegara a la hora acordada al funeral.

En su caso, llegar tarde es una indiscreción inconcebible. Y faltaban tan sólo dos minutos para que se cumpliera la hora anunciada. Tan sólo un minuto de más y tendrá que esperar, de pie, al lado de la nave central de ese pequeño salón con pretensiones de iglesia, casi como una penitente. Pero ella es demasiado insumisa para serlo.

Su pelo rubio fue lo primero que se anunció al bajar del Renault cobalto, sin acompañantes. Blusa negra, falda con mallas del mismo tono, y un gorro desteñido que sin duda habría sido muy bello recién comprado. Sin embargo, el conjunto no le sentaba mal. Svenja se miró por una fracción de segundo en el reflejo de la ventana de su auto, se veía cansada, pero aquello no le importó demasiado. Giró la llave para cerrar. Había llegado justo a tiempo, al filo de la navaja, casi pudo sentir encima de sus hombros las señales de reproche de los dolientes.

Se acercó sigilosamente, con gesto de arrepentimiento, todavía no sabe por qué, a la puerta del recinto. El frío de la última semana de un invierno débil golpeaba sin ganas el pañuelo gris alrededor de su cuello. Lo había comprado en Viena el fin de semana pasado.

¿Qué buscaba realmente en ese lugar? No conocía muy bien al difunto. Era su tío, eso sí. No sabía mucho más de él que su adicción a la nicotina y sus esfuerzos porque otros controlaran su vida, su destino, si es que algún día tuvo uno diferente al de los deseos de su mujer. Pero allí estaba simplificado, convertido en cenizas que reposaban en un jarrón que parecía de la dinastía Ming. Hasta último momento fue su esposa la que dispuso cada detalle de sus honras fúnebres.

Svenja sintió pesadumbre. No comprendía. Cómo alguien era capaz de dejar que otro controlase su vida. Quizá en parte fue por ello, por ese tío lejano, pusilánime, que ella nunca se resignó a que alguien le dijera lo que tenía que hacer. Por eso será que no tiene trabajo, tampoco novio. No soporta que nadie le diga prácticamente nada. Es casi una antisocial. Casi todos sus vecinos le tienen miedo, y los que no, sienten una compasión muy grande hacia su manera de encarar la vida.

Un hombre impresentable, vestido de luto, con un collar del que cuelga una cruz muy plateada a fuerza de productos químicos, empieza a enarbolar unas palabras de desaliento que pretenden exactamente lo contrario. Los deudos lloran.

Es una sala pequeña, grandes ventanales. Ella, sentada con las piernas cruzadas, sólo mira tímidamente a su alrededor. Ve a su lado izquierdo, tras los cristales, cómo empieza a apostarse la familia que ha llegado tarde. Qué tradición más extraña, piensa.

Los de afuera parecen más compungidos que los de adentro, salvo una rubia de gesto claro, tranquila, lleva exactamente su misma ropa, la misma combinación, casi su mismo aspecto.

Aquel tipo cuyo trabajo es una especie de maestro de ceremonias de la muerte habla maravillas sobre el fallecido, miente descaradamente, se aplica. Deberían darle una medalla por decir tantas incoherencias. En fin, es su trabajo. Los del fondo empiezan a cantar cuando se les propone que abran el librito de canciones.

Qué funeral de mierda. Sin duda no le gustaría uno así.

Svenja está harta. No puede más con la idea de marcharse de una buena vez. No quiere estar allí, pero no se agita ni un poco. Sus ojos de cuarzo no encuentran un punto en qué fijarse, parecen abstraídos, entonces recuerda el rostro de su tío, tan alegre, porque, sin duda, alguna vez todos lo somos. La chica empieza a reírse para sus adentros con la idea.

Comprende que aquella farsa no durara mucho, apenas unos diez minutos más, así son este tipo de cosas, luego será libre otra vez, probablemente vaya a encerrarse en su cuarto a seguir dibujando bocetos. Le basta apenas un golpe de vista para reproducir en pocos trazos, garabateando en principio, un perfil cualquiera, es su forma de pensar, al igual que algunos se comen las uñas. Siempre le parece que abusa un poco de la pintura y de los narcóticos. Sus dibujos, se dice, nunca los verán otros ojos distintos a los suyos, tan azules y sagaces.

Es una mujer muy bella, de ahí que no se explique por qué tanta aprehensión hacia casi todo. Nadie lo entiende y quienes comienzan a entenderlo abandonan el interés. Es una chica estropeada, defectuosa, algo le sucedió en su infancia, de eso todos están seguros.

Después de la ceremonia a la que han llegado los amigos hechos durante toda una vida, Svenja comienza a notar que su tío tenía bastantes conocidos en común. Luego de un breve repaso a los asistentes encuentra a varios chicos del que fuera su colegio, curiosamente los que fueron más cercanos a sus andanzas.

No sabe muy bien por qué, pero empieza a darse cuenta de anomalías en el recinto. Para empezar las coronas de flores no tienen el nombre de su tío, solo unas iniciales. Hay menos gente de la que pensó que había en un principio. La esposa de su tío está en una de las esquinas diagonales. La mujer está desconsolada, ensimismada al borde del desastre, como si un huracán hubiese anidado de repente.

No puede ser. Al lado de su fea tía está el propio muerto, ¿Qué hace aquel miserable allí, a qué entierro ha asistido, dónde carajos está? ¿Por qué ha venido? Empieza a sentir un terrible hedor. Su boca se prende de un sabor a resina y cal. Se muerde los labios, el miedo la habita, seguido de un ruido como de llamada, pero no es su teléfono. S. L. no son las iniciales de su tío.


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