Lina, cómo eras


Lina me ha escrito. Llevaba dos días buscándome, dice. Me he alegrado sin remedio. No importa que se haya casado y divorciado. Tampoco que tenga dos niñas. La escucho y me devuelvo once años en el tiempo, como mínimo. Cuando todo era ingenuidad, o para ser más precisos: idiotez. Pero la imbecilidad consentida no riñe necesariamente con la felicidad. Lina sigue teniendo esos ojos negros que parecen devorar de un solo bocado a quien los contempla. Un rostro grácil, una cintura de anhelo, un alma con cuerpo (y no al contrario) que se superpone al de una madre. Una mujer con mayúsculas.

Me cuesta imaginarla en el rol maternal. Cantará, seguro, canciones a sus nenas para dormirlas, las besará en la frente antes de que caigan en las riberas del sueño, y seguramente las alista desde muy temprano en las mañanas, el desayuno preparado, la mermelada. Quizá luego ellas le dejan el único tiempo en que tiene un respiro de las labores cotidianas. Su hija mayor tiene cinco, la menor dos años.

Lina, cómo abriga y sacude la violencia de los días vividos. Lina, cómo eras. Mi memoria es un desván oscuro.

Cuando te vi eras la chica más guapa de tu curso. Estudiabas Comunicación en la Unicartagena. Sobresalías entre todas junto con tu amiga Flora, pero eras tú quien se llevaba todas las miradas. Para entonces yo había cursado unos siete o seis semestres más que tú. Mi novia de entonces, como es natural, te envidiaba en cantidades industriales. No era fácil siquiera ser espectador de tus modos y maneras tan dispuestas al abrazo, a la contemplación.

No demoré en conseguir que alguien en común nos presentara. Tan difuso es mi recuerdo que ni siquiera puedo reconstruir aquel momento. Lo que sí advierto es que fumábamos en los amplios corredores, sobre los céspedes, alguna risa cómplice, algún comentario no del todo frívolo, o puede que sí. Recuerdo que llegaste con un aire paisa de montaña a este Caribe incendiado e insuficiente, y había un ejército de chiquillos de toda calaña suspirando por tus saludos.

Lina, el tiempo pasa para todos y nuestros hijos pululan, se abren paso casi involuntariamente, quieren asomar las narices y se quedan con nosotros contentos de la vida. Somos puentes, conexiones, estaciones de un tren inverosímil. Lina, cómo eras. Ya ni me fio de lo que escribo.

Te veo en uno de los jardines de la universidad, sentada en un muro angosto, tus pestañas negras, el rostro claro, los ojos vivaces que hablaban de juventud y sorna, y una blusa de rayas, ceñida, que caía sobre un short azul cobalto, tus piernas firmes, tersas, casi inexploradas. Lina, cómo eras.

Puede que hayas aceptado salir conmigo en un par de ocasiones. Pedí un café, tú un helado. Puede ser que fuera aquella tarde remota cuando desaproveché la oportunidad de besarte. Me lo reclamaste luego por escrito. Nunca he vuelto, que yo sepa, a cometer el mismo error con las chicas siguientes.

Ahora dices que yo tenía una fama de tipo jugado, nada más lejos de la realidad. De hecho, bastante más de lo contrario. Quizá es una cortesía de tu parte, el tiempo nos vuelve corteses. Fui un muchacho tonto de unos veintipocos, que no supo, y no pudo, y está bien porque así se aprende, Lina. Después te metiste con un tipo bajo de derecho. Te fuiste a vivir con él, según me dijeron, y todo acabó como suelen acabar las cosas cuando no se sabe o no se puede (que es casi lo mismo), cuesta la convivencia y ofrece pocos consuelos.

Luego te fuiste de la Universidad de Cartagena, pero no supe cuándo ni por qué, ni un carajo.

Ahora cuando he regresado a la que fue nuestra universidad, ya no como estudiante sino como docente y funcionario, me he encontrado a mi mismo hablando un viernes por la mañana con una chica que configura esos primeros amores lisiados que por imperfectos casi nunca se olvidan. Duele más la caricia no ofrecida o no estimulada. Y sin embargo, Lina, la nostalgia ya no es lo que era. Lina, cómo eras.


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