La rueda de la fortuna


El desmoronamiento de un anciano; la fatalidad aliviante de las relaciones que se terminan; el detonador del acabose que está implícito en un acto creativo. Circunstancias que más o menos se descubren o localizan en la vida como cotidianas marcas de lo inevitable. Quirog creyó una tarde, hará ya cuatro años, dilucidar esta frágil impermanencia en el acto simple de servir una copa de vino. Lo recuerda. Cree que fue un domingo. Había llegado muy temprano al piso doce, mucho antes de que llegaran los otros dos invitados de Paula. El mediodía arremolinaba, en las afueras de la bahía, la arena ingrávida que tienen las ciudades costeras. Se había propuesto como una reunión privada, de cuatro personas, pero Alber Quirog, hombre tabernario y encanecido prematuramente, había llegado una hora y media antes, buscando la paciencia sexual de su anfitriona y quizá adivinando una caricia que ella había querido darle la noche anterior.
No demoró en resbalarse de la cama al piso del dormitorio el vestido carmesí de Paula. Era sinuosa, divorciada y muy tímida. Minutos antes se habían besado en el sofá del cuarto principal, deslumbrados tenuemente por la luz que entraba a través de los amplios ventanales del piso en el que vivía solitaria, entre algunos lujos que no podía comprar ella por sí sola. Había que darse prisa. La sentencia estaba como un olor frugal en el ambiente, preocupación velada que no importaba demasiado. Ambos invitados se anunciarían en la portería del edificio, cosa que otorgaría un margen. Puede que fuera su onceavo encuentro. Para ambos seguía siendo el cuerpo del otro un descubrimiento inusual. Enseguida reconocieron el aliento nocturno de las furtivas declaraciones dichas las semanas pasadas. No se habían prometido nada concreto, mas la lúdica apuntaba a la decadencia. Había salitre no sólo en los sabores prendidos. El viento salado lo había traído Quirog en su camisa de cuadros. Advirtió, acaso, Paula una mentira. Él no intentó disimular. No sabría, sino hasta dentro de dos meses de infructuosos intentos de repetir tal hazaña, que ella tomó en serio, muy en serio, su infantil presunción de tipo jugado. Se leyó como se lee la desconfianza. Mas en la cama, al menos en ese momento y en los precedentes, la pulsión sanguínea no tenía contradicción. No hubo argumento que pudiese desvirtuar la materia de la que se componían sus deseos. Si hubiesen sabido que era su último encuentro, habrían mandado al carajo a los invitados.
—No demoraste nada en llegar, Alber—decía Paula, quitándose una gargantilla con cierre de lagartija cromada—, desde que me escribiste que venías en el taxi.
—Si hubiera sido por mí, habría llegado al desayuno—respondió Quirog—. Pero la última vez no quisiste que desayunara contigo, inventaste la historia de que venía un trabajador a reparar una bombilla.
—Y así fue—repuso—. No todo es tan interesante como siempre lo quieres ver. Además, bien sabes que no nos convienen los testigos. ¿Quisieras ayudarme con el cierre de la espalda?
Aseados y calmando de a poco los sentidos, los amantes, apagándose, cambiaron el tono de la conversación. Quirog notó en Paula el encubrimiento de una idea que ella no se atrevió a formular. Pero no hubo tiempo siquiera de plantear una pregunta al respecto porque había llegado Raquel, la primera de los intrusos.
Quirog había conocido a Raquel Salazar trabajando como docente en la Universidad de Cartagena de Indias, mujer rolliza y pequeña, dueña de un temperamento que le había granjeado el estatus de polémica, e incluso de incitadora célebre de los estudiantes díscolos de la institución. Todo ello pese a su apariencia erróneamente dulce. Paula la recibió con una copa de vino rosé, eso sí, la auscultó de arriba a abajo, y llamó la atención de Quirog, a manera de elogio, diciéndole que su amiga había llegado con un vestido vaporoso que sin embargo se ceñía en la cintura. Era costumbre entre ambas resaltar este tipo de frivolidades.
—A tu salud, Raquel— dijo Alber Quirog, apurando un trago de escocés, al tiempo que guiñaba su ojo izquierdo.
—¿Hace cuánto estás acá?—inquirió.
—Querida, puedo asegurarte que no hemos empezado a comer sin ti.
—Yo pensé que Facundo iba a ser el primero en llegar. Me llamó para que viniésemos juntos, pero él salía de su casa mucho antes que yo.
Paula examinó la mirada amenazante de Raquel. Le crecía una inquisición que en principio quiso obviar. La recién llegada parecía rezumar una aparente envidia en las fosas nasales. Hasta ese instante, Paula no había notado jamás en su compañera de trabajo esa disposición hacia el exabrupto. Las mujeres se habían conocido dos años antes por inciativa de Quirog, y Paula había acabado por recomendarla con los directivos de la empresa. Pronto Raquel se había convertido en una diligente subalterna.
El cuarteto lo completaba Facundo Avendaño. Llevaba muchos años en la firma, igual que Paula. Su amistad era férrea, pese o gracias a algunas confesiones de parte y parte. Se trataban con la amabilidad de quien conoce los peores episodios de una vida laboral. Era un hombre cauto. Siempre con el mentón recién afeitado y a punto de jubilarse. (Sabía todo lo indispensable, pero no los aspectos prácticos, para navegar en la construcción de las páginas de la revista. Había trabajado en ésta desde que la publicación tenía sus instalaciones en la Calle San Juan de Dios, pasando por todos los puestos habidos y por haber del semanario).
Cuando Facundo tocó el timbre, sostenía un tempranillo en su mano derecha y con la otra, finamente, se apoyaba en un paraguas que a veces le servía de bastón, aunque fuese tan ágil como cualquiera. Cruzó el umbral. Estaba más encantador que de costumbre, como un chiquillo contento al que lo invitan a ver una exposición de aviones de guerra. Poco le importaba atravesar la ciudad para ver a sus amigos. Además, qué tanto, aunque una parte de sí sospechaba la dinámica amorosa, tampoco le sorprendía, todo lo contrario, se divertía sin prestar más atención de la necesaria. Era el gusto de escuchar una habanera lo que le interesaba, apreciar la vida de los otros, y mejor si podía picar algo mientras.
—Gracias, Pau—murmuró Facundo, recibiendo una copa—, qué bello apartamento tienes, a éste nunca había venido.
—Bueno, tú me visitaste cuando yo vivía en la Calle de Las Damas.
—Sí, sí, qué tiempos aquellos, por esa calle pasaba la creme de Cartagena. Ahora sólo hay turistas haciéndose fotos.
—Ya sabíamos que Paula es una mujer muy distinguida—agregó Raquel—.
—En la vida no existe la menor obligación de ser distinguido—repuso Quirog—.
—Ya va a empezar Alber con la metafísica—apuntó Paula, dejando una lasaña boloñesa sobre la mesa central—. Buen apetito.
—Qué maravilla Pau, descorchemos, si están todos de acuerdo, esta botella—dijo Facundo, mientras señalaba con su boca, gesto deliberadamente infantil, el tempranillo.
El cuarteto sonrió en pleno.
Raquel, que había visto a Quirog acariciar, casi imperceptiblemente, la espalda de Paula, levantó una ceja, clavándole los ojos como un grifo mitológico. Paula resintió el atrevimiento de Quirog y empezó a servir las copas con un leve temblor en sus dedos del que únicamente se daría cuenta Facundo. Cuando estaba sirviendo la última copa, ésta pareció saltar de súbito, tintineó hermosamente, chocando contra el borde de la boca del tempranillo, la gravedad hizo lo suyo para que se estrellara contra el cristal de la mesa, y el poquísimo vino salió expulsado, con la fuerza del destino, hacia la camisa de Quirog. La copa rota se bamboleaba todavía en la mesa, despuntó un brillo apagado en el en el filo amenazante que se había formado en el vidrio. No ha pasado nada, dijeron todos. Entre algunas cortas pero significativas lamentaciones, Paula limpió rápidamente el pequeño desastre y luego trajo otra copa.
Terminaron de comer tratando de sopesar el incidente entre chascarrillos, fingiendo alguna que otra risa. Facundo, que presumía de tener un gusto exquisito para la música, puso un álbum de boleros que trataba inútilmente de subir el ánimo. Raquel se tornó inesperadamente más relajada. Quirog tenía una sensación de congoja, pero la atribuyó al efecto depresivo del alcohol. En adelante Paula trató de menoscabar su propio sentimiento de culpa, cuya certeza se había esparcido en los presentes.
Los tres se despidieron de Paula, uno tras otro, en el corredor del ascensor. Agradecieron diciendo las cortesías aprendidas. Quirog se despidió sutilmente de Paula y al besarla en la mejilla pudo percibir un empujón, cuya causa era menos la vergüenza que la desesperanza. Una vez bajaron las últimas escaleras que los separaban de la calle, Facundo se ofreció a llevar en su auto a Raquel. El par se despidió nuevamente. Quirog dijo que tomaría un taxi.
—No te culpo, siempre has confundido la ética con la envidia—musitó Quirog, mientras se despedía en el abrazo hipócrita que le había ofrecido Raquel.
Veintiocho taxistas (salvo uno) que cruzaban la Calle Tercera de Bocagrande pasaron ocupados, no sin hacer mención de un hombre con aspecto de tahúr que estaba de pie, a unos cincuenta metros de la parada de bus, con una mancha de vino que le cruzaba, como una herida sublime, la camisa de cuadros blancos.


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