La calidez


— Deberías enamorarte, Fran.
— Sí, me gustaría— dijo Fran, reprimiendo un suspiro—. ¿Pero de quién?
— Pues de mí— apuntó Johana.
Se habían conocido trabajando en la vieja revista que únicamente leían los jubilados cuyo principal objetivo era morir con honesta dignidad.
Nunca se vieron como una pareja.
Fran encontraba en Johana a una persona frívola, con mal gusto, estruendosa y demasiado folclórica; ella, a su vez, pensaba que él no era otra cosa que un hombre atormentado por la cotidianidad, extremadamente sensible para una mujer acostumbrada a tomar al toro por los cuernos. No obstante, ambos habían sentido una especie de parsimoniosa plenitud cuando estaban cerca del otro. Compartían temas de trabajo. Fran, cuya creatividad era muy valorada por Johana y los demás periodistas, le ofrecía sus mejores temas, sin reclamar jamás el crédito, para que ella los desarrollará a manera de crónicas riquísimas. Johana admiraba y compadecía a este hombre que si bien no era el más singular, tenía la capacidad de mezclarse entre los otros y llegar a pasar desapercibido hasta que su genialidad lo destacaba, su inventiva tanto para narrar como para idear contenidos, emergía como una llamarada que inevitablemente vieron todos los funcionarios de esa vieja publicación, lo que le hacía sobresalir como el loco de los redactores.
Un día Fran le había dicho que hiciese un reportaje sobre una bruja que aparentemente adivinaba el futuro con un tarot. Ella le respondió que era una idea fantástica, pero que debía ejecutarla él mismo, puesto que no sólo se le había ocurrido ese personaje, sino que además ya había hecho toda la investigación al respecto.
— Me has dicho que no tienes tema para esta semana—resumió Fran—.
Johana realizó una buena entrevista y un reportaje que capturó la atención de sus lectores. Incluso el gerente de la empresa la llamó a su teléfono personal para felicitarla. Fran y Johana tenían una relación inusual parecida a la desconfianza y a la envidia por las características del otro. Puede que eso también se llamase amor y seguramente muchos aún le llaman de esa manera a una suerte de delumbramiento por contraste.
Cuando Johana, una de las chicas más populares de la revista—si no la más—salió de la publicación, apenas se despidió de Fran.
Dos meses después, Fran pasó su carta de renuncia a la gerencia.
Lo último que supe de Fran es que jamás sintió un beso creciéndole en la boca hacia Johana, ni siquiera de paternalismo. Johana me contó que jamás volvió a pensar en Fran, pero sí quiso besarlo una noche con luna menguante en la que ambos compartieron el cubrimiento de un evento farandulero al que Fran había asistido milagrosamente, motivado por la jefe de ambos. Aquella noche llovió. Johana tenía paraguas y él no, esperaron sentados, hasta el último acto de un desfile aburrido, bajo esa tímida protección que sirvió para que sus cuerpos sintieran la epidérmica noción de calidez.
Antes de renunciar a su trabajo, Johana, que había escrito un libro, le pidió a Fran que la acompañara al lanzamiento en el hotel en que iba a presentarlo. Él la escuchó desconfiando de su tono. Ella no se había esforzado en hablarle a solas, lo había hecho de modo grupal porque no quería ser rechazada. Fran asumió aquello como una cortesía nada sincera.
La conversación en la que Johana le pidió que se enamorara de ella sólo tuvo lugar en un sueño interrumpido de Fran.


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