Claro de luna


No había duda. Bogotá se había anunciado en la niebla, mucho antes de que el aeródromo de El Dorado siquiera apareciera entre los potreros que lo circundan con la gama del verde. Para Vincent es una tortura viajar. Hacía cuatro minutos se lo había dicho a Anette: la gente más estresada del mundo es el pasajero que va o viene de un vuelo internacional; y se comprueba en su culo aplastado, el pelo un tanto indócil, la ropa arrugada de haber maldormido y la manifiesta desconfianza hasta con la gente de Migración. Allí estaban, justamente, haciendo fila para el control de pasaporte y aduana. Le parecían ridículas esas ventanillas de funcionarios pajizos con su pose de orden, con su intacta expresión de severidad impostada.
—Es lo primero que les enseñan en el curso básico para la flamante carrera de las oficinillas de los aeropuertos—dijo Vincent.
—Imagino que ser ingeniero industrial es mucho más excitante.
Anette lo miró sin pestañear. Tenía esos detalles. Sabía dónde dar con el aguijón. No en vano era escorpión, se decía Vincent. En su mayoría mujeres rodeaban la vida de Vincent. Todas le concedían un encanto infrecuente. Para ella él resultaba un hombre de los que ya no se fabrican, con cierto aire antiguo, sin ser galán, les fascinaba su aire de observador natural. Gracias a esa cualidad había conocido a Anette, una surcoreana intrépida, lo suficiente para ser médico-cirujana. Se habían visto por vez primera en un café de Nueva Orleáns, hacía no más de ocho meses. Y desde entonces el empeño de Vincent y el deslumbramiento de Anette había hecho una mezcla química interesante, aunque para nada homogénea.
—Cuidado, sweetheart, que estoy entre los míos, y de los asiáticos no nos gusta más que el arroz chino—bromeó Vincent, al oído inclinado de Anette, con su inglés correcto pero acentuado de redneck latino, tras vivir más de una década en el sur de los Estados Unidos.
—Oh.
También era Anette la que sabía dar por terminadas las discusiones. Él interpretaba aquella astucia como una sencilla condescendencia oriental. Y eso le gustaba a ambos, en el fondo. Anette esperaba el movimiento, la palabra propuesta. Elegía cuándo atacar. Nunca respondía a una provocación. Le daba la impresión a Vincent de que se acababa de leer por décimo octava vez El arte de la guerra, de Sun Tzu.
A la salida de la terminal aérea no les esperaba nadie. Un taxi que cundía a cigarrillo sin filtro los llevó al penthouse del padrino de Vincent, sobre la Avenida Caracas, donde se quedarían unas tres semanas. Durante el trayecto en el auto Anette miró la tarde que desfilaba en las ventanas, esfumándose bajo la noche exterior que empezaba a devorar la luz. Vincent en cambio revisó su teléfono móvil, respondió un par de mensajes y se molestó cuando leyó la frase que le había escrito Lucas: Llevaste leña al monte. Lucas era su hermano de otra madre, como le gustaba llamarlo. Se conocían hace más de quince años. De manera que consideró la idea. La frase de la leña hacía alusión al hecho de que hubiera llevado a Anette a Colombia. Para Lucas —quien no había escrito semejante cosa para desatar en lo absoluto la reflexión, sino para hacer un chiste fácil—, Anette era una chica con la que su amigo trataba de eclipsar la extraordinaria influencia de Daniela. Aquella antigua pareja había vivido en unión libre durante seis años de infidelidades propiciadas por la desesperanza del otro.
En su físico Anette no era el tipo de chica con el que acostumbraba salir. Puede que lo que más le gustara de ella era esa aparente docilidad que la hacía previsible y algo aburrida. Pero él de aventura había tenido suficiente. Estaba en un punto en el que asumía lo que se terciaba sobre la mesa. O sobre la cama.
Luego de saludar a sus familiares y después de cambiar dólares por pesos colombianos, el par de novios subió a Monserrate, comieron mazorca asada, tomaron canelazo. Anette, acostumbrada a los cocteles rebajados en alcohol, no supo cuál era la línea divisoria entre su consciencia sobria y el júbilo de lo desconocido. Vincent tuvo que atajarla en un par de ocasiones en las que ella perdió los papeles y la discreción de su ascendencia. Entonces la joven pareja estuvo agotada.
—Estoy trabajando en mí, sabes. Quiero gustarte más y gustarme más a mí misma.
A Vincent lo sorprendió aquella segunda frase. No era propio de Anette decir en exteriores lo que pensaba. Aquello rayaba con su forma de ser o quizá él había cruzado el margen en el cual se empieza a conocer realmente a una persona.
—Sí, pero lo mejor no es trabajar sino fluir—apuntó, solicitando un taxi en su teléfono digital.
—Sabes a lo que me refiero—lo miraba distraída, pensando en otra cosa—. Desde que te conocí me estoy preocupando más por mi aspecto, mi figura. Leo revistas de moda. Cosas que antes no me interesaban.
—En cualquier caso, creo que lo mejor es descansar.
—Tú sabes que no soy tan experimentada como tú—susurró, abriendo la puerta del taxi que había acudido—. Dime exactamente lo que te gusta, si no lo haces no podré saber en lo que estoy fallando.
—Vamos, me ha sentado un poco mal el canelazo—añadió Vincent, buscando infructuosamente una sonrisa cómplice—. Es lo malo de este licor del tercer mundo.
—Vincent, no me gusta hablar de esto—miró melancólica el seguro de la puerta por la que acaba de entrar—… Dime: ¿por qué nunca tienes ganas de hacer el amor?
El silencio los acompañó el resto del viaje. Cada uno se sentía muy solo. Él calló. No tanto por pudor con el taxista, que a la larga tenía aspecto de no comprender una frase en inglés, lo hizo porque él mismo no tenía una respuesta en el bolsillo.
La noche y los familiares de Vincent cambiaron de a poco el ambiente ensombrecido de preguntas incómodas. Cenaron a gusto. Anette de repente se tornó más cariñosa.
Hacia las 3:22 de la mañana una llamada silenciosa. Vincent reconoció la vibración de su teléfono y el número no registrado. Anette dormía. Guardó el aparato en el bolsillo de su pantalón de pijama y salió del cuarto como un gato egipcio. Cruzó la sala hacia el balcón del penthouse y cerró la puerta de cristal tras de sí. Aceptó la llamada tocando la pantalla digital, pero no dijo una sola palabra.
—… Acabo de hacer una cosa terrible—dijo una gélida voz de mujer, en español. Una voz que parecía llegar desde un iceberg.
—Algo así me he imaginado—dijo Vincent, arrepentido de no haber tomado su camiseta—. ¿Por qué ahora?
—No sabes nada. No te ha importado nada.
—Entonces son buenas noticias.
—Cretino—respondió, entrecortada—. Lo hice por ti. Para no arruinarte la vida que llevas.
De repente Vincent comprendió. Creyó tiritar por el frío. Pequeños ahogos apagados le siguieron, pero trató de disimularlos. La brisa movía las ramas de los pinos bajo el claro de luna. Aquello parecía una foto siniestra.
—No tenía idea.
—Era nuestro—el llanto desconsolado al otro lado de la línea cayó como un rayo.
—Lo siento—dijo Vincent, fingiendo ser impasible, aunque encogió los hombros—. Es todo culpa mía.
De pronto notó encenderse la luz del cuarto donde Anette ya no dormía. Se aferró con todas sus uñas a la idea de que ella no saliera de la habitación. Vincent, lívido, observó a través de la puerta corrediza cómo la surcoreana se acercaba en bata, refregándose los ojos. A medida que avanzaba en sus pasos el rostro de la médico cambiaba de la sorpresa hacia la pesadumbre.
—Tienes que venir ya mismo—sentenció Daniela.


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