Historias de un Transeunte en la Ciudad. Capítulo 1. La Invasión de los Andenes


Historias de un Transeúnte en la Ciudad

Capítulo 1. La Invasión de los Andenes

Mi nombre es Manuel Fernando Herrera Figueroa. Tengo 37 años y vivo en Bogotá. Por razones de trabajo o ausencia de éste, debo pasar varias horas de mis días en las distintas calles, no sólo de la capital, sino también de otras ciudades de Colombia. Pero, ¿cómo lo hago? No en un vehículo particular, llámese carro moto o bicicleta, sino caminando y utilizando las opciones disponibles de transporte público. Y es desde este punto de vista que quiero abordar los relatos que se cuenten en este Blog, los cuales estarán basados en todas esas reflexiones que surgen acerca del tránsito diario, maneras de convivencia y los usos que se le dan a espacios públicos como andenes, paraderos de  buses, estaciones de Transmilenio, el interior de éstos, centros comerciales, restaurantes, cafés, entre otros.

Partiendo de lo que debería ser, el espacio público es el lugar donde se hacen posibles los derechos colectivos y el encuentro social. En su uso deben predominar el interés general sobre los intereses particulares y es obligación del Estado y sus ciudadanos velar por su integridad y su destinación al bien común. Pero aterrizando en lo que es, la realidad es que cada día es más difícil encontrar lugares que respeten esta premisa.

Soy un turista de este universo paralelo en el que se han ido convirtiendo las calles de las ciudades a través de los años. Y es que aunque existen leyes y normas sobre lo que es  y lo que no es permitido en los lugares de interacción pública, como la Ley 9 de 1989, la Ley 338 de 1997 o el Decreto 1404 de 1998, en la práctica diaria podemos ver cómo los ciudadanos hemos decidido hacer o permitir que otros utilicen el espacio de “todos” en escenarios para servir exclusivamente los intereses particulares de unos pocos. Y en esta sociedad informal, a la vez causa y consecuencia de la sociedad “oficial”, se presentan también rangos de poder, dependiendo de la rentabilidad y exposición del negocio, y de cierto modo se da una democracia en la que la mayoría permite e incluso demanda los productos y servicios que ilegalmente se ofrecen en estos lugares. Yo, personalmente, quisiera transitar y vivir estos espacios sin la presencia de vendedores “ambulantes”, en especial los que reducen mi circulación segura y los que por trabajar allí se sienten los dueños del cemento. Pero parece ser que a la mayoría no sólo no les molesta, sino que incluso impulsan la presencia constante de estos actores.

Pero si bien una cosa es que culturalmente seamos una sociedad acostumbrada a escoger las leyes que queremos cumplir, asumiendo que no todos los delitos tienen víctimas, y con una gran capacidad para hacernos los sordos y los ciegos para salirnos con la nuestra, otra cosa muy diferente y que al menos yo no puedo aceptar, es que dentro de un territorio que se rige por reglas civilizadas, se reduzca todo a “empresas” ilegales que, mediante el pago de sobornos y artimañas delictivas, se hayan convertido en dueños y señores del espacio de todos y todas. 

Mafias institucionalizadas históricamente a lo largo de varias décadas con el guiño de  las autoridades locales y de las personas que deben estar al servicio de las mayorías. Y en este caso no quiero ni atacar ni hacer alusión a ninguna Administración en particular, porque sin importar grupo político o coyuntura histórica, este fenómeno se viene y seguirá dando porque le produce alta rentabilidad a quienes viven de esto y tienen la capacidad económica suficiente para sobornar y jugar con la ley. Si bien no se puede generalizar, y estoy seguro de que entre los distintos vendedores hay más gente buena que mala, son las micro mafias, ya no tan micro, las que controlan y ejercen el monopolio de las ventas informales en las ciudades, alimentando así, a costa del sudor y esfuerzo de otros, delincuentes de todo tipo, pero en especial uno que valdría la pena erradicar para siempre, aquel que apoyado en su posición de poder decide aprovecharse de las necesidades de los más humildes. A continuación comparto con ustedes un ejemplo.

Son las 5:30 de la mañana. Me encuentro esperando a alguien en la Autopista Norte cerca de la calle 170, a las afueras del Portal del Norte en Bogotá. Mis manos y orejas se congelan mientras mi boca expulsa vaho espeso por el frío que se siente. El día apenas está aclarando pero ya las calles se empiezan a llenar de personas que apuradas se movilizan hacia sus trabajos, sitios de estudio, citas médicas, entre otros. Y a estos madrugadores los esperan ya decenas de vendedores ambulantes que desde una hora antes se preparan para brindarles a sus clientes los productos de mayor demanda a esta hora: frutas, jugos, café, aromática, empanadas, buñuelos, pasteles, arepas, huevos revueltos, sandwiches, cigarrillos, mentas y sombrillas. Demanda que se mantiene casi hasta medio día, cuando los del turno de la mañana intercambian sus espacios con nuevos vendedores y mercancías diferentes para satisfacer las “necesidades” de sus compradores. Pero al menos de 10 de la mañana a 10 de la noche la zona comercial informal ya se habrá expandido por casi tres cuadras, donde incluso autos estacionados en lugares restringidos ofrecen productos.

Mi cita viene retrasada y decido caminar un poco para calentarme. Pero después de dar algunos pasos, me caliento, no por el ejercicio, sino por la rabia que me produce embarrar la bota de mi pantalón y mi zapato por culpa de una loza de cemento mal puesta en el andén, como en todos los andenes de Bogotá. Nereida, una mujer de aproximadamente 25 años quien vende minutos de celular, en medio de una risa nerviosa de alguien a quien le ha pasado lo mismo, me presta un trapito para limpiarme. Esta amable y joven mujer me cuenta que tiene el primer turno, el cual va desde las 5 de la mañana hasta las 2 de la tarde. El otro turno, que lo hace un primo de ella, se extiende hasta las 10 ú 11 de la noche dependiendo el día. Ella y su primo trabajan para “una gente” que tienen al menos 50 teléfonos trabajando en la zona, fuera de los café internet que tienen en algunos barrios. 

Mientras continuamos una charla llena de pausas debido a su trabajo, un señor en bicicleta con unos termos se acerca a nosotros y saluda a Nereida mientras le sirve un agua aromática. Ella, de manera amable y desinteresada, me invita un tinto, al que yo con mucha vergüenza me niego. Nunca se lo diría a ella, pero de las cosas que se venden en la calle, lo que más me incomoda que ofrezcan son comidas y bebidas, en especial porque nadie les hace control de calidad y salubridad. Nereida y el señor hablan sobre un operativo que hizo la Policía unos días antes en el sector. Ella le cuenta que le quitaron la mercancía a unos pelados que no hicieron caso, porque desde las 7 de la mañana de ese día sabían que los policías iban a molestar. Nereida me cuenta que de vez en cuando hacen una que otra “levantada” en la zona para despejar los andenes, pero que desde que ellos, los numerosos y variados vendedores callejeros, les recojan la cuota diaria, no molestan, e incluso avisan los días de “batidas” para salir a trabajar más tarde. 

Increíble, pensé yo. Que falta de respeto hacia la autoridad. A tan sólo un par de días de hacer un operativo y haberles pedido que despejaran la zona de comerciantes ilegales, ésta ya está de nuevo invadida. Sin embargo en mi mente quedó sonando aquello de “la cuota diaria para que no molesten". Y aprovechando la inmerecida confianza que Nereida depositaba en mi, le pregunté sin rodeos. - ¿Y es que acaso ustedes le pagan a la Policía para que los deje trabajar por aquí? Ella sonrió y me miró con algo de lástima, como a alguien que todavía cree en el Niño Dios. Me respondió: - Pues claro papi. Mi primo y yo tenemos que recogerle a los patrones lo de la vacunita. A los del cuadrante les pasan al menos un palo diario. Sólo nosotros tenemos que dar 50 mil, imagínese al menos 60 comerciantes que se mueven en esta plaza. Y entonces ya no me pareció tan increíble, como sí indignante. ¿Por qué la invasión del espacio público se volvió un círculo vicioso de nunca acabar? Porque la autoridad encargada de hacer cumplir las leyes y ejercer el respeto, se ha dedicado a vivir del trabajo de la gente pobre y no sólo no llevan a cabo su papel de “Autoridad”, sino que además la infringen cuando solicitan y reciben el pago de una “cuota” diaria para permitirles a otros violar las leyes.

Antes de irme, Nereida me contó que las personas que laboran allí no son dueñas de sus mercancías. La mayoría se mueve con productos que les proveen personas como sus  patrones, a quienes les tienen que entregar un producido y la cuota asignada para cubrir el valor del “alquiler” del suelo. Y por supuesto, casi todo lo que se vende allí es mercancía de contrabando, sin ningún control de calidad ni seguridad y perfecta para el lavado de dinero ilegal. Hay comerciantes que incluso cuando les va bien han sub contratado venezolanos para no tener que estar en el andén todo el día. Me decía que “esos”, las personas que emigraron de Venezuela, incluso han empezado a moverle la butaca a más de un colombiano. A su esposo, que le maneja un bici taxi a un señor que tiene al menos 100 de éstos, no le han subido la comisión porque los “inmigrantes" están trabajando por la mitad. “Y el problema es que si se pone a trabajar solo, ahí mismo le decomisan la bici por no tener el respaldo del don”. A veces la cosa se pone tan dura, que termina uno trabajando sólo para pagarles a ellos, me dice Nereida antes de despedirse señalándome a tres policías que no se dan por entendidos de la invasión de los andenes y perpetúan la imagen cliché de calle del tercer mundo.

Acostumbrarnos a algo que vicia la convivencia diaria, sólo porque no nos incomoda o afecta directamente, hace que la cultura de la ilegalidad se perpetúe y las obligaciones que tiene el Estado con su población queden en manos de delincuentes que no ven más allá de sus intereses económicos inmediatos y particulares. La falta de empleos estables, o simplemente de empleos, hace que la gente se vea obligada a quebrar la ley para sobrevivir; eso lo puedo entender y hasta lo respeto. Lo que no tiene cabida son los gobiernos que permiten que su gente tenga que llegar a esos límites de ser explotados por aquellos que se benefician con el “Todo Vale” y que permiten que la ciudad siga careciendo de escenarios y condiciones dignas para trabajar y ganarse la vida honradamente sin molestar a nadie ni hacer del espacio público su zona privada. Aún en el caos debe haber algo de orden, y es momento de proveerle a esta ciudad caótica un poco de sentido común y dignidad. 


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR