Lazos eternos


Juan Enrique Castelar viajó a Barranquilla a dar el último adiós a un amigo. Al día siguiente su familia se lo dio a él. El hombre, de 34 años, murió en la ciudad del caos al ser asaltado por ladrones la noche del lunes.

Castelar había recibido la noticia de la muerte de Facundo Ortega dos noches antes. En principio no tuvo importancia. Hacía mucho tiempo que no sabía de él y solo se lamentó por los recuerdos recónditos de la niñez que de repente reaparecieron en su mente.

Juan Enrique y Facundo se habían criado juntos en las pocas habitadas y lejanas tierras de una vereda sin nombre de la subregión de los Montes de María, en Bolívar. A kilómetros de cualquier asomo de civilización. Allí, los dos niños crecieron en compañía de Angélica, la única menor de edad que conocieron además de ellos y la amiga que siempre los acompañó.

Solían sentarse sobre un escaño de madera a escuchar el silbido del viento, que pone a danzar inquietas a las ramas de los árboles, y a observar el viaje sin retorno de las aguas color panela del río.

Ese era el lugar de los ritos sagrados, de las promesas irrompibles y los juramentos que con frecuencia se hacían, vislumbrando un futuro de ensueños.

Pero ahora todo hacía parte del pasado. La dureza implacable del tiempo se había encargado de separarlos y la semilla del olvido producía sus frutos hace muchos años. Las palabras se habían olvidado y sus caras borrado de sus mentes.

Ese día, la noche cayó más temprano. El caos de la ciudad lucía con mayor cadencia luego de un torrencial aguacero, que dejó árboles caídos sobre redes eléctricas y cortes de energía en varios sectores. Los trancones eran más espesos. Los medios de comunicación reportaban sucesos que iban desde familias que perdieron todo por la fuerza insensible de la naturaleza, la muerte de varias personas inocentes que fueron sorprendidas en medio de trifulcas entre pandillas, nuevos casos de sicariato, hasta el anuncio de protestas y desórdenes de la ciudadanía, inconforme por los malos manejos de sus dirigentes.

A pesar del corte del servicio de energía, las líneas telefónicas seguían funcionando. Por eso el teléfono sonó en medio de una oscuridad creada por las tinieblas de un mal augurio.

En principio no reconoció la voz. Pero se alertó al percatar un apesadumbrado tono. Era Angélica, su amiga del pasado. La voz había cambiado, pues ya no era la niña que conoció en su infancia. Por eso le era desconocida.

-Aló, con Juan Enrique- exclamó- te habla Angélica, una vieja amiga.

Pero no lograba recordarla, y con la antipatía que lo caracterizó desde que abandonó su tierra natal, estuvo a punto de colgar el teléfono.

-Es Angélica, la del pueblo-reiteró- Hace tiempo que no hablamos, pero te llamo para decirte que Facundo ha muerto.

-Ah ya, dile a su familia que lo siento –contestó Juan Henrique.

Entonces Angélica le recordó la última promesa que se hicieron el día que se despidieron en el escaño de madera de la vereda. Habían jurado reencontrarse de nuevo antes de morir.

-No podemos cumplirla ya, pero deberíamos ir a despedirnos de él –replicó la mujer- no es bueno quedar debiendo una promesa.

Juan Enrique se negó sin contemplaciones y colgó sin asomo de vergüenza. Sin embargo, aquellos recuerdos y sentimientos que un día sintió por sus dos amigos empezaron a resurgir como ave fénix entre las cenizas.

Entonces viajó a Barranquilla al entierro de Facundo. Poco caso hizo a la preocupación de su esposa por una terrible pesadilla en la que él era perseguido por hombres desconocidos.

Aunque quiso regresar después del sepelio, sus diálogos cargados de nostalgia con Angélica le hicieron retrasarse más de lo programado. Sin embargo, regresó a la ciudad del caos a pesar de nunca haber salido bajo la oscuridad abrazadora de la noche. Siempre temió al mundo nocturno de la ciudad.

Al llegar, se encontró con un panorama distinto al que conocía. El mundo del caos y el bullicio había sido reemplazado por el silencio y la tranquilidad, producto de un mundo diurno que se había puesto con el sol.

Decidió caminar por las calles coloniales de ciudad del caos. Ahora entendía por qué es patrimonio cultural. Por primera vez en mucho tiempo se sintió feliz y recordó de nuevo a su viejo amigo. Escuchó en su mente, con la voz infante de Facundo, otro de los juramentos que un día se hicieron y pensó que esa promesa no se cumpliría.

En ese instante percibió el paso apresurado de alguien en su espalda. Intentó voltearse cuando sintió que un puñal se enterraba en repetidas ocasiones sobre su abdomen y pecho. Cayó al suelo con la mirada hacia arriba mientras sus agresores lo despojaban de sus pertenencias, vio un montón de estrellas sobre el firmamento y exclamó con su último aliento: ¡Finalmente cumpliste la promesa, quien muriera primero se llevaría consigo al otro para continuar nuestra infinita amistad en el más allá!

Texto de Ficción.


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